Camino al rescate del 'oro verde'
El veterano empresario Manuel Caballero levanta unas 150 hectáreas de olivar en la finca 'Lomopardo'. El paisaje de la campiña cambia: 38.000 olivos frente a un mar de cepas
El paisaje de la deliciosa campiña jerezana está alterado. Un mar de viñedos han dejado un ‘oasis’ donde ha vuelto a resurgir el olivo. Estamos en el caserío de la finca ‘Lomopardo’, a mitad de camino en dirección a Estella. Desde el caserío, hay vistas privilegiadas de las 150 hectáreas de olivar que, desde hace unos tres años, bordea la carretera. Al fondo, la autopista a Sevilla. En el oeste, el monasterio de La Cartuja y, al otro lado, un vasto terreno de viñedo que se extiende hasta el parque de Las Aguilillas. Y, entre medias, el sueño cumplido. Esta es la aventura de un soñador que levantó un enorme olivar en medio de un cultivo alicaído. Lo hizo en recuerdo de su padre Francisco, que tanto amó el campo en vida y al que la muerte le impidió asistir al ascenso de su hijo Manolo, Manolito, que a sus cuatro años ya se encargaba en Las Cabezas de cuidar a los cochinos. No debe haber peor desgracia para un hijo que ésa: De cuidar gorrinos a reconocido empresario. Y Francisco en su tumba.
La vida de Manuel Caballero Gordillo, un hombre nacido en Las Cabezas pero jerezano de adopción, ha sido esa, la del hombre que, con escasos estudios, consiguió una buena posición y modo de vida. Manolo es un hombre hecho a sí mismo. Todo ello gracias a sus dotes de observación, su buen ojo en los negocios y un enorme don de amigos. Todo ello mezclado con grandes dosis de esfuerzo, habilidad y sacrificio. Su vida ha sido trabajo, trabajo y más trabajo. No parecería, de lo contrario, nada normal embarcarse a sus 68 años en una aventura que ha supuesto una inversión curiosa sin descuidar su trabajo en la estación de servicios de la ronda este, un día tras otro, domingos incluidos.
Manolo fue siempre un gran observador. Cuando se estrenó en un taller mecánico con sólo 14 años, echaba más horas de lo obligado para seguir el trabajo de sus compañeros, adquiriendo más conocimientos para su formación. Con el olivar ocurrió lo mismo. Se planteó el proyecto pero carecía de experiencia. Se informó por unos y otros, consultó aquí y allá, se empapó de lo habido y por haber y se puso manos a la obra para levantar 38.000 plantas sobre aquellas tierras de albariza, tan ricas para el olivar, y un sistema de riego por goteo. Ahora, el campo es una obsesión para este hombre, otra ilusión cumplida.
Han pasado ya tres años del comienzo y la primera cosecha ha dado de sí unos 80.000 kilos de aceituna monovarietal de la variedad arbequina. La previsión para 2013, será aún mayor. Los olivos crecerán y darán mayor cantidad de fruto y si sumamos a la producción los 8.000 olivos de la variedad hojiblanca, nos ponemos en más del millón y medio de kilos. “Tengo dinero y lo coloco, que dé sus frutos. No me preocupa qué pasará cuando falte”.
Bueno, ¿y qué es la arbequina? Son interminables las variedades de aceite de oliva que se extienden por nuestros campos, aunque ninguna alcanza la categoría y riqueza de la arbequina, una aceituna de frutos pequeños, que no llegan a pesar los dos gramos pero que cuentan con una pulpa muy grasa, da mucho y mejor aceite que el de otras variedades y cuenta con la ventaja de que su recolección es más temprana al resto de variedades.
El ‘begula’ de las olivas
El aceite de la arbequina consigue en el plato una serie de matices, aromas y sabores muy equilibrados, suaves pero intensos a la vez y que llega a combinar prácticamente con todo tipo de alimento. Asimilando cada tipo de aceituna con los diferentes tipos de caviar, entendidos definen la arbequina como la ‘beluga’ de las olivas. Su suavidad e intenso sabor que nos recuerda a los frutos y maduros le proporciona sus principales características. Se trata, en fin , de una variedad originaria de Palestina que introdujo en España en el siglo XVIIel duque de Medinaceli para cultivarla en su señorío de la Arberca, del cual toma su nombre En Arberca, localidad catalana, aún se da una importante producción en distintas zonas de Cataluña.
Volvamos a la ‘finca Lomopardo’. Allí radica la sede de ‘Explotaciones Agrícolas Manuel Caballero SA’. “Yo no he inventado ni descubierto nada”, repite Manolo. “Simplemente, he tratado de guardar la memoria de mi padre, su amor al campo y, al tiempo, de recordar la importancia que tuvo el olivar en la historia de la ciudad. Es mi forma de ‘jerezanear’. Lo hago por Jerez, por su industria, por recuperar un cultivo que, como la vid, acompañó siempre la evolución económica de la ciudad”.
La tradición olivarera en Jerez es antiquísima. Los fenicios trajeron los primeros olivos a la Península, los romanos mantuvieron su desarrollo y, cuando los musulmanes llegaron por estos lares en el siglo VIII el cultivo del olivar ya se encontraba sólidamente consolidado en nuestra campiña. El cartógrafo y geógrafo árabe Al-Idrisi, cuyo mapa inspiró al arabista y filósofo Jaime Oliver Asín la defensa de la denominación geográfica del vino de Jerez ante la Corte inglesa en el célebre ‘pleito del sherry’, nos hablaba de una ciudad rodeada por numerosos olivos, higueras y viñas, que cultivaban pese a la prohibición del Corán.
El cartujo De la Peña
La mismísima directora del Museo Arqueológico, Rosalía González, nos habla de la tradición olivarera en Jerez como un patrimonio industrial y cultural completamente olvidado, “cuya recuperación creemos que es necesaria como últimos testigos de una actividad importante en nuestro pasado”, y es el investigador Antonio Mariscal Trujillo quien escribe que en la ciudad existieron no menos de treinta grandes molinos de aceite, amén de un rosario interminable de documentos y actas capitulares que recogen la tradición olivarera en la campiña.
Pasaron los años y los siglos. A principios del XVI, la superficie del olivar en Jerez estaba repartida, prácticamente, en manos de grandes terratenientes y de órdenes religiosas. Una de estas órdenes era la de los cartujos del monasterio de La Cartuja, de cuyos bienes fueron desposeídos con la desamortización de Mendizábal de 1835. Curiosamente, sobre los terrenos que hoy explota la sociedad de Manolo Caballero y que produce el aceite monovarietal ‘Monasterio de la Cartuja’, estaban asentadas las tierras en posesión de la orden cartujana, dedicadas al cultivo del olivar. Y de hecho, está catalogado un libro que narra la vida del cartujo Ramos de la Peña, monje con fama de santidad, en el que se menciona la dedicación que su orden dedicó a esta extraordinaria finca de olivares.
Un aceite monovarietal
Con el proyecto bajo el brazo, Manolo Caballero se lanzó a buscar una planta de molturación y envasado que le proporcionara la salida al mercado de su ‘Monasterio de La Cartuja’. Visitó las cooperativas de aceite serranas de Olvera, Setenil y un puñado más. Pero su exigencia fue en vano: Caballero no quería entregar su cosecha a una cooperativa que molturase junto al resto de lo recogido por sus socios. Quería molturar su aceituna de forma separada, única, para obtener un aceite monovarietal, pero aquello suponía grandes quebraderos de cabeza para las cooperativas: que si el parón en las tolvas, que si el tratamiento exclusivo de ese aceite y un reguero de problemas que le hizo pensar en otra alternativa.
Echó entonces mano de su habilidad. Una carambola le llevó a sentarse frente a los responsables del grupo Acesur (Aceites del Sur), propietaria de marcas como Coosur o ‘La española’, un referente en el sector del aceite en España y entre las cinco primeras a nivel mundial. Acesur se dedica a la producción, tratamiento, refinado, envasado y comercialización de todo tipo de aceites.
Manolo expuso sus planes y Acesur no puso reparos. A su favor contaba con la temprana recolección de la arbequina, que no obstaculizaría la producción de aceite del resto de variedades. Acesur se encargaría de hacer su propio aceite. Tendría su aceite de calidad gourmet, recuperaría un cultivo prácticamente desaparecido en la zona y revitalizaría la industria local, apostando decididamente por el futuro y el empleo.
Caballero era consciente del bajón de precios por kilo impuesto en el mercado, casi en la mitad de su valor, además de la subida en los portes. El envío de la cosecha a una fábrica cercana a Antequera y su vuelta a Jerez ya envasado para su comercialización resultaba más costosa que su tratamiento en una cooperativa cercana, pero la falta de solución le obligaba a trabajar con el todopoderoso grupo sevillano. Eso no le amilanó.
Para adaptar el aceite ‘Monasterio de La Cartuja’ a todas los paladares y economías, puso precios muy competitivos. El consumidor puede adquirir este aceite en envases de 1 y 5 litros, cuando lo habitual es que los productos procedentes de arbequina se venden en formatos de menor contendido y más alto precio. No se quedó ahí. La sociedad ha sacado a la venta para paladares más exigentes un aceite especial ‘selección gourmet’, que se presenta en botellas de vidrio de 700 y 500 mililitros a precios más que asequibles.
Manolo sigue haciendo memoria. Con tan sólo 18 años, rechazó un contrato de trabajo en una fábrica de automoción francesa después de convencer al entonces director general de Sandeman, Hugo Hungrid, de la conveniencia de contar con un centro de reparaciones de la maquinaria que operaba en sus interminables viñedos. Y le convenció.
Cuando levantó su negocio de alquiler de máquinas cosecheras, su padre Francisco le avaló en la compra de la primera de ellas. Luego, ese padre humilde, recto y honrado, con su inseparable gorra que bajaba entre sus manos a la hora de dirigirse a los demás, se encontró con la muerte.
Manolo siguió adelante. Abrió una autoescuela, ‘Alameda’, y más tarde, un negocio de exportación de flores ’Sherryflor’, una apuesta que prosperó largos años pero que se vino abajo con el tiempo por la fuerte competencia que representaba la mano de obra de países africanos. Fue después cuando volvió a entrar en el mundo de la mecánica, que siempre le enganchó, con la estación de servicio ‘Los Álamos’, en la ronda este de la ciudad, que regenta desde hace algunos años. Y ahora, por fin, el negocio del aceite, otro sueño cumplido. Este hombre no se aburre.
Esta historia acaba donde la empezamos, entre interminables hileras de olivos que se reparten ordenadamente por las suaves lomas de la ‘finca Lomopardo’. Y Francisco, aquél padre adorable que contaba fábulas a sus cuatro hijos, sin verlo. Mala pata.
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