Para qué mataron a Juan Sánchez (II)
El relato
En agosto de 1936, el empresario del carbón Juan Sánchez Meléndez murió en Montes de Propios por los tiros que le descerrajó un miliciano. Las autoridades rebeldes instruyeron el suceso durante 1937. Para la Justicia de Franco, la causa fue conocida como el sumario 419/37.
RESUMEN DE LO PUBLICADO:
Agosto de 1936. La provincia ha sido tomada por las tropas rebeldes de Franco. Sólo queda una bolsa de resistencia en Montes de Propios y otras localidades de la Sierra, donde el día 23 un grupo de milicianos ha asaltado a mano armada la casa del guarda Juan Cabeza. Hasta allí se encamina desde Jerez el día 26 el remitente de carbón Juan Sánchez Meléndez para recoger la mercancía y distribuirla a su regreso entre las carbonerías de la ciudad.
EL camino hasta La Jarda es largo y duro. La mayoría de sus tramos permanecen sin asfaltar. Tomarán la carretera de Cortes, pasando por el asentamiento de Cuartillos, el cortijo de la Florida y la colonia rural de San José del Valle hasta llegar a La Jarda, donde Juan Sánchez recogerá el carbón que tenía comprado en el campo. Pepe Barrera Macía ‘el Garrotín’ se hace cargo del volante. Le ayuda Juan Pérez, vecino de la calle Juan de Torres. El vehículo es propiedad de un industrial de la Puerta del Sol. Su nombre es José Jiménez Martínez, que acompaña como conductor del camión a Sánchez Meléndez.
Los cuatro hombres apenas hablan durante el camino. Mientras duró el viaje, Juan Sánchez no paraba de darle vueltas a la cabeza. Había sido avisado por parientes y colegas de lo arriesgado de pisar los montes y le retumbaban como una losa las palabras de despedida de su mujer. Le habían advertido que había rojos por todos lados, que una emboscada era práctica común en aquel paraje y que los carboneros eran presas fáciles para los milicianos. Pero Juan desoyó todos aquellos consejos. De hecho, desde el 18 de julio, había acudido en dos ocasiones a recoger el carbón a los montes y en ninguno de esos días, se había encontrado con problema alguno.
Tampoco Juan podría quedar cruzado de brazos, se pensaba. Una familia atrás . Y la prole era larga. A modo de pasatiempo, trató de memorizar en perfecto orden de edad sus nombres: Paula, Rosa, Andrés, Consuelo, Manuela, Juan, José, María e Isabel. Tampoco su situación económica era delicada. Había trabajado en exceso. Todo por los niños. Era propietario del negocio del carbón, poseía un ventorrillo en ‘La Gordilla’, junto a Marrufo, disponía de animales de carga, una moto con sidecar para desplazarse y casa en propiedad. Además, se preguntaba que si ya había recogido el carbón con toda normalidad en dos ocasiones anteriores, ¿por qué habría de pasar algo?
Cuando llegaron cerca del nacimiento de El Tempul, junto al ‘puerto del Palmetín’, Pepe reconoció una figura a lo lejos.
- ¡Parece ‘Busique’! -gritó de repente.
Llegó a su altura y Pepe accionó los frenos. El chirriar del camión hizo volver en sí a Juan, absorto en sus pensamientos. Resultó ser un joven de unos treinta años, José Fernández Benítez, un jerezano de la barriada de La Plata a los que todos conocían por el apodo de ‘Busique’. Se empleaba ‘Busique’ en toda suerte de oficios, entre ellos el de trabajar con Juan Sánchez como ayudante en la venta y arriero. Su trabajo era duro: cuando llegaba el camión, el arriero sacaba el carbón con ayuda de las bestias y lo arrimaba a la carretera para que fuera cargado en el camión.
-¿Qué haces, ‘Busique’? -le insistió Pepe ‘el Garrotín’ extrañado al verle andando solo. ‘Busique’ cogió el resuello tras la caminata, saludó con gestos exagerados a los del coche y se explicó.
- He estado esperando en el campo a Juan Sánchez para cargar el camión, pero como habían pasado tres días desde la fecha en que habíamos quedado, decidí por mi cuenta volver a Jerez. Más que nada -siguió explicando el arriero- porque no paran los rumores de que por aquí andan rojos sueltos. He tenido que dejar los mulos a mi compañero, Juan Gómez porque, la verdad, tenía miedo de que me cogieran.
La mayoría de las veces, los mulos eran dejados en la venta de Juan. Él mismo decidió cerrar el ventorrillo para trasladarse con toda la familia a Jerez, a un lugar seguro. Se lo aconsejó su buen olfato. Había algo igual de engorroso: En la venta, las visitas de las milicias nacionales en busca de Andrés, su hijo mayor, se hicieron constantes y la situación se iba agravando. Andrés ya estaba casado y se había unido a la resistencia en La Sauceda. El final fue triste. Cuando se tomó el poblado, ya con su mujer en cinta, corrió la misma suerte de sus compañeros en armas en Málaga.
No quedaba duda de que Juan Sánchez tenía motivos suficientes para estar alerta. Además, su hija Rosa era la esposa del alcalde de La Sauceda -aún bajo mando republicano-, Manuel Cabeza, y aún confiando en su capacidad para salir adelante entre los dos frentes, en algún momento le pasaría por la cabeza que desde cualquier parte podría venirle un tiro de gracia.
En el Tempul, Sánchez intervino entonces:
- ¡Vamos, ‘Busique! -le animó-. ¡Será sólo un momento! ¡El tiempo de cargar y nos vamos de vuelta a Jerez!
‘Busique’ aceptó. Subió al camión y se encaminaron hacia el lugar donde esperaba la carga de carbón.
El camión se adentró lentamente en La Jarda. Eran las dos de la tarde. El vehículo entra en la ‘Albina de las Flores’, donde la carretera hace una revuelta, para pasar entre dos trincheras que hay a ambos lados al tratarse de una enorme piedra cortada. De repente, comenzaron a oírse gritos y disparos desde todas las direcciones.
-¡Alto!, ¡alto!
‘El Garrotín’ paró inmediatamente el camión. Segundos después, Sánchez abrió la puerta del vehículo y, con un pie en el estribo y el otro en tierra, enarboló una pequeña bandera nacional reservada para cruzar las líneas y comenzó a gritar:
- ¡No tirarme, hombre!, ¡no tirarme!, ¡viva España! - gritó con todas sus fuerzas. Cuando los que estaban apostados se incorporaron, vio a su alrededor a unos ocho hombres apuntando con escopetas de caza, pero cuando reconoció entre ellos a Domingo Ruiz ‘el de la Toma’, que parecía liderar al grupo de paisanos armados, su corazón se aceleró y se presintió lo peor. Juan salió corriendo hasta caer por un terraplén a un lado de la carretera; siguió huyendo y se escondió tras un chaparro para salir hasta un bujeo por donde desapareció. Entretanto, no cesaban los gritos de Domingo:
-¡Bigote, que te tengo ganas! -repetía mientras huía el empresario-. ¡Bigote, no huyas!
Mientras esto ocurría, Pepe el chófer, Jiménez y su ayudante Juan eran obligados a abandonar el camión y ponerse cuerpo a tierra. En esta posición, les cachearon y quitaron todo lo que llevaban encima. ‘Busique’ había logrado huir detrás de Juan Sánchez pero tal miedo se apoderó de él que decidió mantenerse bajo un chaparro, desde donde vio cómo Juan huía entre los disparos hasta esconderse en unos zarzales. Una vez descubierto, ‘Busique’ volvió junto a sus compañeros. Poco después, el ruido de los cartuchos se detuvo, se impuso el silencio y pasaron minutos que se convirtieron en siglos para Juan.
¿Qué pasa por la cabeza del reo conducido a una muerte segura instantes antes de su ejecución? Exhausto y empapado en sudor por la carrera y el fuerte calor, su pulso se aceleró hasta el infinito, cayó boca abajo con su enorme humanidad sobre el matorral, escuchaba cada vez más fuerte el bombear del corazón, cerró los ojos y, como sabiéndose descubierto, se persignó y esperó el final.
No muy cerca de ahí, parecía escucharse una conversación. Uno de los milicianos, de mediana estatura, pelo rubio, barbilampiño, de nariz aguileña y tocado con un gorrillo militar, hablaba con ‘El de la Toma’.
- Domingo, quédate tú aquí vigilando a estos, que yo voy con estos cuatro a por ese canalla.
- ¡Que no escape, que no escape! -le insistió-. ¡Que como escape estamos perdidos!
Los cinco hombres marcharon corriendo en busca de Meléndez. A los pocos minutos, se escucharon varios disparos que retumbaron, a los que siguió un impresionante silencio. Pasaron quince minutos exactamente y el grupo volvió a encontrarse con Domingo, con el que conversaron unos minutos. Uno de los hombres, que se protegía con una boina, llevaba entre sus manos la cartera de Juan. Comenzó a sacar documentos, que pasaron de mano en mano, y un fajo de billetes que podría sumar unas seiscientas pesetas. Al verlos, Jiménez, que permanecía tumbado en el suelo junto a sus compañeros, preguntó:
- ¿Qué?, ¿qué ha pasado con Meléndez?, ¿ha escapado o lo habéis matado?
- Se ha ido -contestó uno de los hombres.- Domingo, que ya conocía lo ocurrido, se le encaró:
- ¿Por qué dices que se ha escapado? Sí, lo hemos matado... ¿qué pasa? ¡Ahí le hemos dejado para que se lo coman los cochinos!
Pasó un instante hasta que Domingo continuó:
- ¡Vamos a tirar este coche! -ordenó a los retenidos. Jiménez volvió a intervenir.
-Pero hombre, ¿por qué vais a tirar el camión? ¡Si este camión vale un dinero en cualquier parte!
- ¡Tira el coche o te tiro a ti también! -le amenazó Domingo. Jiménez y sus compañeros obedecieron. Acercaron el camión a un barranco y, a empujones, lo despeñaron. El vehículo cayó al vacío hasta que, segundos después, tocó el suelo y se perdió a la vista entre una intensa arboleda. Ya no quedaba rastro del paso de Juan Sánchez por La Jarda. Domingo ordenó entonces a los cuatro hombres que se sentaran bajo un chaparro.
- ¡Ahí quietos! -dijo-. Cuando vengan los camiones de Luis Becerra y de Pepe Ortega nos iremos. ¡Esos son otros dos canallas! Ya no les van a llevar más carbón a los fascistas. ¡A estos los cogemos y les llenamos la olla a tiros!
Cayó la tarde y no hubo movimiento alguno en el camino. ‘El de la Toma’ habló con los suyos y decidieron emprender la marcha hasta La Sauceda. Jiménez, el chófer ‘Garrotín’, Juan Pérez y ‘Busique’ encabezaban la marcha; tras ellos, Domingo lideraba a sus hombres.
Buenos conocedores de los senderos y vericuetos que esconden la espesa vegetación, el camino se hizo corto. Los hombres atravesaron pastizales y zonas repletas de acebuches que precedían a interminables bujeos, vadearon pequeños arroyos, marchando en perfecto orden entre senderos e imponentes rocas de arenisca. Un fuerte olor a brezo les acompañaba durante el camino que, en algunos momentos, aparecía alfombrado de hojarasca. Cuando alcanzaron la ‘Piedra de la Gallina’, los hombres se tomaron un descanso cerca de unos chozos abandonados donde todavía podían distinguirse los rastros de un revolcadero de jabalíes. Aprovechando el receso, uno de los captores tomó el nombre de los cuatro detenidos, que anotó con dificultad en un papel de fumar.
Minutos después, reemprendieron la marcha, dejando atrás el paraje de Puerto Gáliz y la Loma del Jabato. A medida que la noche cerraba, el monte comenzaba a presentar otro aspecto. Entre gigantescos quejigos, Jiménez divisaba enormes alcornoques de ramas retorcidas aún con cicatrices en sus troncos resultado de los últimos descorches. En sus ramas, algunas desnudas de vegetación, se posaba caprichosamente un ave rapaz, lo que proporcionaba un aire espectral al paisaje. Ya próximos al pueblo, el paisano de nariz aguileña y gorrillo militar advirtió a los detenidos:
- ¡Cuidadito con decir nada del Meléndez en La Sauceda!
- ¡Mucho cuidado! -le interrumpió Domingo-. Que el canalla ese era suegro de mi jefe Cabeza, alcalde de La Sauceda. La pobre de la hija lo sentiría como su padre que es... y su hijo, que también está en el pueblo. ¡Pero es que se lo merecía! Si se enteran, a mí me vuelan la cabeza, ¡pero a ustedes se la volamos antes camino de Jimena! Así que, ¡cuidadito!
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