Juan Alfonso Romero
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LA guarda y custodia compartida es una medida de carácter familiar que parece ir ganando cada vez más auge, aunque, en nuestro país, siempre se ha mirado este sistema con ciertos recelos. La Ley, la nueva redacción del artículo 92 de nuestro Código Civil, surgida de la Ley 15/2.005, pretendió establecer una regulación, coherente, a las relaciones paternofiliales una vez producida la crisis o ruptura conyugal, tras una sentencia de separación o divorcio. De este precepto, importantísimo hoy en día para valorar este sistema de guarda y custodia, lo primero que se deduce es la especificidad de la regulación de la guarda y custodia compartida, si bien hay que resaltar que el término no es correcto, ya que, cuando los progenitores están separados o divorciados, no es posible, precisamente, la guarda conjunta, ya que ambos progenitores, en esta situación, no pueden ejercer de modo simultáneo el cuidado de los hijos menores de edad, ya que no hay entre los cónyuges convivencia. En este sentido, cabe decir que, en el marco del concepto de custodia compartida, el ejercicio de la custodia va a ser, en realidad, alternada, o por períodos – más o menos largos, o más o menos breves; alternados, en función de los períodos de tiempo establecidos en convenio regulador y aprobados judicialmente en sentencia o dictados en la propia resolución judicial que pone fin a un proceso de separación o divorcio de carácter contencioso. A partir de ahí, cabe que las estancias de los progenitores con los hijos sean más o menos frecuentes en el tiempo.
La actual regulación de la guarda y custodia compartida potencia la posibilidad legal de acordarla por las partes en convenio regulador, y también –algo novedoso – la posibilidad de que sea uno solo de los progenitores el que la solicite, pudiendo ser adoptada por el Juzgado, lo que, lógicamente, supone que esta modalidad de custodia se verá incrementada.
También hay que destacar el papel que juega, en la regulación de este complejo tema, la protección del interés superior del hijo menor de edad. Si bien gran parte de la doctrina se refiere al “interés” del hijo o a su “beneficio”, estimo que la dicción correcta, la que mejor se ajusta a los parámetros que deben regir en materia de Derecho de Familia, es la de “bienestar” del hijo. No cabe duda que, por regla general –hay que exceptuar, naturalmente, los supuestos anómalos a los que se les puede calificar de “patógenos”–, los hijos quieren estar con su madre y con su padre, y una medida familiar como lo es la guarda y custodia compartida, no cabe duda, propicia que las relaciones de ambos progenitores con sus hijos no se deterioren, evitando, debido a su periodicidad, a su frecuencia, que los hijos se distancien, gradualmente, de uno de los progenitores, por lo general, del progenitor con el que, de no adoptarse esta medida, no conviven.
Es decir: en el régimen de visitas, es el progenitor no conviviente con sus hijos, o sea, el no custodio, el que, en muchas ocasiones, por desgracia, se ve abocado a un distanciamiento, a un enfriamiento en las relaciones con sus hijos, lo que, en buena medida, contribuye, a mi juicio, a que la imagen parental se deteriore. Ello no es beneficioso para los hijos, tampoco para el progenitor afectado. Precisamente, la medida de guarda y custodia compartida puede venir a paliar estos efectos indeseables.
Pero, además, caben otras razones para considerar que la guarda y custodia compartida es beneficiosa. Así, se puede citar una causa que tiene, en la actualidad, un gran peso: esta medida contribuye a favorecer el principio de igualdad entre los progenitores. Los hijos perciben que su madre no tiene por qué ser más, ni mejor, que su padre, y viceversa.
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