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El año pasado el Congreso de la Fundación Caballero Bonald se dedicó a los heterodoxos y marginales; éste, a los Premios Cervantes. El contraste de ducha escocesa del frío fracaso de la marginación al caluroso triunfo literario-social del premio no pesa tanto como el contraste entre la heterodoxia de ayer y la heterogenia de hoy, consecuencia del débil denominador común literario que supone haber recibido el premio Cervantes o no. A cambio ("Donde está el peligro está la salvación"), tal diversidad permite que cada asistente encuentre en el programa autores muy queridos, que conectan íntimamente con sus intereses. Es mi caso con el mexicano José Emilio Pacheco, cuya poesía analizará hoy el perspicaz profesor Jaime Siles.
Se ha dicho que, de entregarse un Premio Cervantes en el Siglo de Oro, nunca habría agraciado a Miguel de Cervantes; y, al ser frase ingeniosa (en la categoría de "humor negro"), ha sido muy repetida. Sin embargo, con los premios nunca se sabe: ¿acaso no ganó el Cervantes alguien tan fuera de los circuitos como José Jiménez Lozano? Lo indudable es que Cervantes no habría sido mejor escritor de haber obtenido el premio homónimo. Y es lo que vale. Por eso, hemos de empezar diciendo que José Emilio Pacheco es, ante todo, un poeta verdadero. Como eso salta a la vista, ya lo comprobarán ustedes solos con los pocos versos que traeré aquí para ilustrar otros aspectos de su obra menos esenciales, pero más argumentables y periodísticos.
Porque de forma secundaria, aunque importante, la poesía de Pacheco abre las ventanas y ventila la casa de la poesía peninsular, a menudo enrarecida por los ambientes cargados propios de un espacio reducido y demasiado dependiente de las modas y caprichos de una crítica paradójicamente continuista en su ansia de rupturas. Los españoles de ambos hemisferios nunca podremos pagar el tesoro de una lengua y una literatura que vienen y van. La poesía de Pacheco nos trae poesía y ya, pero cuando más falta nos hace, y con su núcleo imprescindible de exaltación hímnica de la vida: "Lección de estilo: los sapos/ a la orilla de la charca,/ bien sentaditos,/ frescos, felices,/ con la piel húmeda bajo el calor del verano,// parecen dar las gracias por su breve existencia".
Que a nadie engañe el tono coloquial, los diminutivos o la facilidad con la que fluye todo. Pacheco sabe mucho. Ha escrito numerosos poemas metapoéticos que demuestran su enorme preocupación teórica. En "Arte poética I": "Tenemos una sola cosa que describir:/ el mundo", nada menos. O en esta otra definición exacta: "El arte,/ que no es a fin de cuentas sino atención enfocada". Su conciencia de poeta también se nota en las citas, influencias y confluencias: Enrique Lihn, Ernesto Cardenal, Darío Jaramillo, Eugenio Montejo… Pertenece, pues, a esa estirpe de poetas hispanoamericanos que últimamente nos ha venido recordando a los del Viejo Mundo que la poesía auténtica vibra entre la emoción y la inteligencia, libre de ataduras academicistas (o antiacademicistas, lo mismo da) y de obsolescencias programadas.
El humor en su poesía adquiere, por tanto, un papel protagonista, pero nunca alejado de la intensidad de lo biográfico. De las sirenas clama: "Lo único malo es que no existen./ Lo realmente funesto es que sean imposibles". O más divertido aún y más serio todavía: "He cometido un error fatal/ -y lo peor de todo/ es que no sé cuál".
Gracias a su cercanía, la poesía de José Emilio Pacheco nos coge con las defensas bajas y nos arrastra cuando entra más adentro en la espesura. En "Despedida", por ejemplo: "Fracasé. Fue por mi culpa. Lo reconozco./ Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia:/ Eso me pasa por intentar lo imposible". ¿Lo imposible?, sí, pero logrado: Pacheco nos ha dejado versos asombrosos, como este perfecto alejandrino inacabable: "Un caracol eterno son el mar y su nombre". O en uno de sus más bellos poemas, "Alabanza", de un solo verso, donde se nos entrega el aroma de todo Dante: "En silencio la rosa habla de ti".
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