El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
¡Boom!
EL SEXTANTE DEL COMANDANTE
En mi condición de oficial de la Armada suele ocurrir que me pidan opinión sobre alguno de los hitos más relevantes de nuestra historia naval, casi siempre, tal vez debido a nuestro carácter derrotista, sobre aquellos en que nuestras escuadras salieron mal paradas. De esta forma, en un delirante boca a boca, es difícil encontrar españoles que desconozcan el asalto a Inglaterra por la Gran Armada de Felipe II, el desastroso resultado de la batalla de Trafalgar o el de Santiago de Cuba, aunque resulta más difícil encontrar quien sepa de Blas de Lezo, conozca mínimamente la historia de Lepanto o haya oído hablar de la isla Terceira. Precisamente por eso traigo hoy a colación un golpe magistral de nuestros viejos marinos a Inglaterra, que destila tanto orgullo que espero que sea, por sí solo, capaz de equilibrar la balanza del pesimismo que contiene el otro platillo.
Corría el año de 1779, en plena guerra de la Independencia entre los jóvenes Estados Unidos e Inglaterra. Entonces España estaba ligada a Francia por uno de tantos pactos y para mandar la Escuadra Combinada fue nombrado el Teniente General Luis de Córdova, al que los franceses no querían como jefe, pues, a pesar de su dilatada experiencia en la mar, contaba ya 73 años de edad. Lástima que no viviera lo suficiente para haber mandado los barcos de Trafalgar, incluso con cien años, en lugar del desdichado Villeneuve.
Al mando de una escuadra compuesta por 27 barcos, Luis de Córdova merodeaba las costas inglesas pensando que era el momento de llevar a cabo la empresa que no pudo acometer la Gran Armada, pues los británicos estaban demasiado ocupados con sus escaramuzas en América y tenían su isla tan mal defendida que los habitantes de las aldeas de la costa habían decidido huir al interior. Sin embargo, las dudas del almirante francés Guillouet impidieron a Córdova contar con la necesaria escuadra combinada, más cuando una epidemia de escorbuto desatada a bordo de los barcos franceses obligó a estos a recluirse en Brest.
A pesar de su edad o quizás debido a ella, Córdova era un hombre de carácter y se maldecía por la ocasión perdida cuando sus agentes infiltrados en Inglaterra le trajeron noticias de la salida de una gran flota logística con la que los ingleses pretendían fortalecer su campaña en América. Sabiamente, el teniente general dispuso sus fragatas en el Atlántico de modo que pudieran cubrir todas las derrotas inglesas. Y el asunto funcionó, pues una de ellas, mediante los preceptivos cañonazos que indicaban el número de velas, dio aviso del avistamiento del convoy inglés. Corría la noche del 9 de agosto de 1780 y Córdova marchó al lugar a toda vela con sus barcos y otros diez añadidos por los franceses. Córdova trató de engañar a los británicos con un farol encendido en el palo mayor de su buque de mando, el navío SantísimaTrinidad, y la estratagema dio resultado, ya que, hacia las cuatro de la mañana, cuando empezaba a insinuarse el crepúsculo, el vigía de la nave capitana avistó una vela, a la que siguió otra y otra y otra más…, se trataba de la escuadra inglesa que intentaba reunirse a la luz del farol que creían la nave de su almirante y que no tardó en descubrir el error, batiéndose entonces en una retirada desordenada para la que Córdova tenía preparada la correspondiente maniobra envolvente.
Conforme pasaron las horas el número de buques apresados fue creciendo de forma imparable hasta contar más de cincuenta. Los españoles se frotaban los ojos, el azar había querido juntar dos flotas enemigas que debían separarse cerca de su destino y que fueron enviadas a Cádiz, donde fondearon el 20 de agosto. En el recuento de su carga, además de grandes cantidades de pólvora, armas y vituallas, apareció un alto número de lingotes de oro que se valoraron en un millón de duros de la época, aproximadamente el doble del valor de las naves capturadas, entre las que se contaban 37 fragatas, nueve bergantines y otros tantos paquebotes que sumaron un total de 294 cañones y unos cinco mil hombres, contados entre pasajeros, marinos y soldados que marchaban destinados las diferentes guarniciones. El de Córdova fue el mayor golpe dado jamás a una flota por parte de otra, hasta el punto de que la noticia de la captura hizo que se desplomase la Bolsa de Londres.
Dos años después, Córdova unió sus fuerzas a las que asediaban Gibraltar desde 1779, apoyando con sus navíos los ataques a corta distancia de los jabeques de Antonio Barceló y el fuego de las baterías flotantes del general Ventura Moreno. Cuando el teniente general supo de la llegada de un gran convoy inglés compuesto por treinta buques en apoyo de la plaza, salió a su encuentro, aunque un fuerte temporal de poniente dio a los ingleses el barlovento necesario para poder entrar en Gibraltar. Córdova esperó pacientemente la salida de los ingleses hasta conseguir interceptarlos en el que se dio en llamar el Combate de cabo Espartel, que duró sólo cinco horas, el tiempo que necesitaron los ingleses para poner pies en polvorosa.
Al año siguiente España e Inglaterra firmaron la paz que rompieron los ingleses con el execrable ataque a la Flota de Bustamante, que se saldó con el hundimiento traicionero de la hoy famosa fragata Mercedes. El caso fue que los ingleses retuvieron Gibraltar, pero tuvieron que entregarnos Menorca y La Florida. Córdova cesó como comandante de la escuadra combinada y se retiró, al fin, a su más que merecido descanso, aunque antes tuvo a bien poner la primera piedra del Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando, localidad en la que falleció en 1796 a la edad de 90 años, siendo enterrado inicialmente en la iglesia de San Francisco, aunque en 1870 sus cansados huesos fueron llevados al propio panteón, lugar donde descansan a fecha de hoy. Quiera Dios tenerlo en su gloria, después de la mucha que hizo florecer para España durante su mortal paso por la tierra.
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