Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
La tribuna
HUBO un tiempo en que las legislaturas constituían la auténtica unidad de medida de la vida democrática de un país. Todavía incluso en viejos manuales y webs algo desfasadas se sigue entendiendo así. Se trataba naturalmente de concebir al Parlamento como la arena nuclear de la actividad política y a las elecciones como el centro motor de la misma, marcando así el discurrir del tiempo a lo largo de periodos cuatrienales.
Durante ese tiempo los acontecimientos de la vida interna de los partidos parecían revestir una importancia secundaria. Tan sólo cuando el final de la legislatura preludiaba la convocatoria de nuevas elecciones podía adquirir un mayor sentido la revitalización de la actividad congresual de los partidos, con el objetivo de renovar o afinar sus propuestas programáticas y preparar las futuras candidaturas.
En cambio hoy en día parece que la vida de los partidos y sus reuniones congresuales se desenvuelven de forma perfectamente autónoma y por completo al margen de las circunstancias que marcan la agenda de cada legislatura, lo que demostraría hasta qué punto la dominación partitocrática se ha consolidado en detrimento del protagonismo ciudadano.
Por supuesto, como organizaciones asociativas de carácter privado los miembros de un partido pueden organizar sus congresos cuando y como quieran. Es razonable incluso que quienes han perdido las elecciones se apresten a la tarea de la renovación desde un primer momento. Pero la cuestión se hace algo más delicada cuando se trata del partido gobernante y cuando algunas de las nuevas propuestas programáticas aprobadas en el correspondiente congreso pretenden llevarse a cabo de forma inmediata. Es decir, ahora resulta que las propuestas que se les ocurren a los dirigentes del partido gobernante en cualquier momento se pueden convertir en acción de gobierno sin necesidad de ningún tipo de mediación ciudadana y sin tener que pasar por las urnas.
Ya sabíamos todos que la democracia parlamentaria se estaba convirtiendo desde hace tiempo en una mera carcasa formal tras la que se esconden las verdaderas fuerzas del poder. Asumimos incluso que el sufragio puede llegar a tener una importancia secundaria, especialmente en contextos históricos de incertidumbre o de crisis sobrevenidas que hacen inviables las propuestas electorales previamente confirmadas en las urnas y revalidadas posteriormente en el correspondiente proceso de investidura del Gobierno.
Pero parece que el grado de autoconfianza adquirido por los partidos en el gobierno ha llegado ya hasta el extremo de dar por supuesto el correspondiente apoyo ciudadano, como si se tratara de una especie de postulado implícito. Lo que significa dar por supuesto que las propuestas estratégicas de los partidos, diseñadas en principio para competir en las elecciones, se pueden convertir directamente en actuaciones de gobierno en la medida en que van a ser asumidas por el partido gubernamental y vendidas a todos a través de su espectacular marketing mediático. Del mismo modo que cualquier empresa privada puede ofrecer, en el momento que le parezca oportuno, nuevos productos o servicios al mercado con la certidumbre de que pueden convertirse en un éxito comercial.
Naturalmente eso no quiere decir -sería demasiado- que los partidos nos consideren a los ciudadanos como si fuésemos auténticos borregos, sino más bien que la lógica de los gobiernos privados y las estrategias corporativas propias de las grandes empresas se han internalizado ya en el mismo sector público. Y por eso, del mismo modo que las empresas privadas manejan sus estudios de marketing que les sugieren el grado de aceptación de sus nuevas ofertas o el segmento social al que deben dirigirse, igualmente el Gobierno maneja sus sondeos que le indican de forma más o menos aproximada el grado de aceptabilidad de sus nuevas propuestas programáticas.
La importancia que en este contexto puede tener finalmente el voto ciudadano resultará ser muy escasa: apenas algo así como un mero requisito formal heredado de las viejas democracias burguesas del siglo XIX. Y es que definitivamente la centralidad de los parlamentos parece haber sido desplazada por la centralidad de la nueva arena mediática, cuya agenda se desenvuelve completamente al margen de las coordenadas propias de cada legislatura. La convocatoria electoral y el debate de investidura se acabarán convirtiendo en puros trámites formales, apenas hitos secundarios ante la espectacularidad del show mediático permanente. Es posible que todo esto no sea más que una nueva etapa dentro de los recurrentes procesos de "modernización" en que estamos inmersos.
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