Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
DE POCO UN TODO
LOS progres van muy pasados de revoluciones. No por los nervios de la crisis económica, qué va; sino porque al haber hecho de la subversión, de la rebeldía y del cambio una idea fija se aceleran y no dejan nada quieto en su sitio ni un momento. Para ellos, el progreso es el absoluto. En realidad, el progreso es lo relativo; y depende del qué, del cómo y del cuándo. Chesterton avisó que, si uno se encuentra al borde de un precipicio, lo aconsejable es que no progrese más.
Ellos progresan. Y lo celebran, encantados de haberse conocido, como ayer con los primeros cien días triunfales de Gobierno. Llevo meses analizando la alegría del progre, concretamente desde que me presentaron a un señor de Murcia. Lamenté la derogación del Plan Hidrológico, y él contestó que para qué querían agua, si tenían whisky. Lo miré pasmado, esperando que explicara que aquello era una broma de humor negro, y que en verdad estaba desolado por la polvorienta suerte de su tierra. Pero no: estaba feliz con su chiste, con Zapatero, con el Estatut de Cataluña y con la Expo de Zaragoza. Para demostrarlo, apuró el copazo.
A partir de aquella experiencia desaladora, he ido observando qué cosas regocijan al progre. Son realmente raras. Por ejemplo, el aborto. Yo podría comprender -aunque no compartir- que alguien, con lágrimas en los ojos, admitiese la despenalización del aborto en supuestos extremos. Pero de quienes celebran el aborto como un avance social, sin sentir siquiera la desazón de cuando se sacrifica a un cachorro, me separa un abismo. Del mismo modo, no es que ellos disculpen la eutanasia, es que les parece el culmen de la modernidad. Que un matrimonio se divorcie queda más moderno que una boda, siempre que no sea homosexual. Negociar con terroristas era más interesante que derrotarlos, aunque, chico, qué remedio. Les encanta que no haya cheque escolar; y de clases en español, ni hablar.
Cada uno puede tener las ideas que quiera y ya las discutiremos, pero el corazón debería latir en todos los pechos igual. Lo lógico sería ilusionarse cuando un nuevo hombre le nace al mundo; cuando un matrimonio evita la ruptura; cuando un enfermo encuentra sentido a su vida y no se desespera; cuando los padres pueden dar a sus hijos la mejor educación que imaginan… ¿Quién no se alegra ante esto?
Pues el progre. Él, además, se congratula de que la crisis (que no existe, afirma) se haya originado en los Estados Unidos, porque eso demuestra lo malo que es George W. Bush. Yo no sé si en la casa del progre dura poco la alegría. Me temo que algo más que en la casa del pobre, como es natural y estamos viendo.
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