Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
La tribuna
QUE los rendimientos escolares se expliquen en buena medida por el origen social de los alumnos es una apreciación ampliamente compartida. Se apoya en numerosos estudios e informes que comenzaron a publicarse allá por los sesenta (el Informe Coleman), y de los que hemos tenido la última entrega en el PISA, en diciembre de 2007. Tal hecho tiene una justificación. Los niños de familias con un nivel cultural y económico alto tienen más oportunidades de aprendizaje, acceden a recursos de mayores efectos educativos y disfrutan de un ambiente favorecedor. Hasta aquí poco se puede discutir.
Pero lo que se nos cuela de rondón y estamos en trance de aceptar acríticamente es que los alumnos procedentes de familias que ocupan un lugar bajo en el escalafón social no sólo rinden menos escolarmente hablando que los de más elevada procedencia, sino que suspenden, y la razón de ese suspenso es su pertenencia a un determinado grupo. Esta conclusión es éticamente peligrosa, socialmente desestabilizadora y científicamente falsa. Los dones están repartidos al azar y las inteligencias no se otorgan a los niños después de un análisis de la declaración de la renta de los padres. Comprendo que puede ser una buena justificación, que ese argumento deja a todo el mundo bien, (a la Administración, a los docentes, hasta a las mismas familias), pero es un disparate de tal calibre que no queda más remedio que denunciarlo.
Hay muchas evidencias de que las cosas no son así. Todos tenemos pruebas de niños humildes que han accedido a las cotas más altas de la sociedad. Como inspector e impenitente visitador de aulas, he constatado que allí donde había un buen maestro o un buen equipo de profesores desaparecían los problemas de aprendizaje, y grupos de alumnos muy humildes y socioculturalmente desabastecidos alcanzaban cotas de conocimiento superior a las de otros grupos más favorecidos, pero que contaban con docentes menos capaces. El estudio detenido de los resultados escolares de los centros nos permite descubrir hechos de esta naturaleza con cierta frecuencia. Los mejores resultados en Matemáticas en las pruebas de diagnóstico los ha obtenido un instituto de una barriada humilde de una ciudad grande. Sus alumnos, a pesar de las casa donde viven, de la incultura de sus padres, del ambiente en que se desenvuelven y de las cosas a las que se dedican en su tiempo libre saben más matemáticas que los de los colegios más empingorotados. ¿La causa? Un grupo de profesores entusiasta, que trabaja de manera coordinada y que elabora materiales y adopta una metodología capaz de ajustarse a las capacidades individuales de cada uno de ellos.
La Consultora McKinsey ha publicado un estudio en el que analiza los diez sistemas escolares que, según los datos de los diversos estudios comparados, ocupan los diez primeros puestos en cuanto a calidad. Llega a una conclusión: lo que determina el nivel educativo de un país, muy por encima de otros factores, es la formación, la motivación y el aprendizaje permanente o actualización continua de sus profesores. Me parece una excelente noticia, que a quien más debe llenar de satisfacción es, precisamente, a los que nos dedicamos a la enseñanza. Sé que puede dar lugar a controversias y a agudas réplicas. De hecho, cuando en foros privados he mantenido este criterio no han sido pocos los docentes que me han manifestado su desacuerdo de forma ostensible. Pero más mostraban su desacuerdo por lo que ello parecía implicar de culpa o negligencia propia (¡cómo si un problema tan grave y general pudiera ser imputado persona a persona!), que por discrepancias con el fondo del asunto.
Hay dos premisas que si se aceptan impedirán cualquier tipo de mejora escolar. Una, que es inevitable que los alumnos de baja extracción social están abocados irremediablemente al suspenso, de una forma tan fatal como una piedra cae en el vacío. La otra, que los centros escolares y los que están (estamos) alrededor ya hacen todo lo que pueden y no es posible ir más allá. Ninguna de las dos es cierta. La primera no es más que un indicador de que las cosas no se están haciendo bien, de que el sistema debe cambiar. La segunda niega la naturaleza humana y nos pone al borde del pasmo: hemos alcanzado la perfección profesional. Aceptar ambos sinsentidos es cruzarse de brazos, asumir la fatalidad, negar la posibilidad de cambio. Si así fuera, ¿a qué remedio podríamos recurrir?, ¿a hacer novenas a San José de Calasanz o rogativas a Santo Tomás de Aquino?
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