Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
DE POCO UN TODO
MIRAMOS a nuestro alrededor y vemos una unanimidad imponente. Todo el mundo -en el sentido más literal, más planetario del término- vibra con la victoria de Obama. En España, el Gobierno, el principal partido de la oposición, los sindicatos, la prensa y la opinión pública celebran en corro la silla de Zapatero en la cumbre de Washington. Después del suspense del "va, no va, va, no va", hemos ascendido a un colectivo "¡vamos, vamos!"
Tanto consenso inquieta. Me recuerda demasiado a la calma que reina justo en el ojo del huracán, o antes de la tormenta. Más que conjurar la crisis, estos anhelos de cohesión compulsiva parecen anunciar lo que se avecina. Siento ser agorero.
De todas las críticas a la partitocracia, quizá la menos rigurosa sea la de que los partidos rompen la armonía social. Por supuesto, cuando anteponen sus intereses al bien común, malo; pero esos intereses se suelen anteponer aún con mayor facilidad cuando no existe más que un partido único o varios apoyándose mucho mutuamente.
Desde los clásicos ("Aunque todos, yo no") hasta el refranero ("Reunión de pastores, oveja muerta") nuestra cultura está atravesada de sutiles avisos contra la unanimidad. La discrepancia, si civilizada, favorece la libertad y la responsabilidad de los individuos. El antropólogo René Girard ha explicado cómo los procesos que forjan la unanimidad se construyen sobre alguna víctima propiciatoria. La última escaldada por el discurso de valores dominantes ha sido la Reina, porque opinó no sé bien qué en un libro. En realidad, nadie sabe a ciencia cierta lo que piensa tras el poco gallardo cruce de autorizaciones y desautorizaciones, pero, sea lo que sea, ha exacerbado a todos, tirios y troyanos.
Para evitar unanimidades lapidarias (o lapidatorias), San Pablo llegó a afirmar: "Oportet hoereses esse" (conviene que haya herejes). Él sabía de lo que hablaba porque antes de su conversión se dedicó a perseguir con saña a los cristianos. Tras la caída del caballo, se dio cuenta de que no hay que imponer el pensamiento único, ni aunque sea el verdadero. La verdad se queda a jirones por el camino, entre los espinos de la imposición. "Pensamiento único" es, además, un oxímoron: sin diálogo no se piensa y sólo hay diálogo si es posible discutir.
Todavía quedan, por fortuna, algunos resquicios para la discrepancia, y conviene defenderlos. Así que si a usted le parece que el mesianismo de Obama es inquietante o que la silla de Zapatero da alipori o que no es tolerante cerrar las radios críticas o que las ayudas a la Banca huelen regular o que la oposición debería hacer honor a su nombre, dígalo.
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