Rempujeros: nuestros niños yunteros
Las difíciles condiciones de vida de los niños, hace apenas un siglo
Hoy , domingo 20 de noviembre, se conmemora el Día Universal de los Derechos de la Infancia, también conocido como Día Universal de la Infancia. Se trata de uno de esos Días "D" en el que los medios de comunicación ponen el foco en los graves problemas que tienen aún en tantos lugares del mundo, millones de niños y niñas cuyos derechos más básicos no son respetados.
En días como el de hoy se recuerda cada año de manera especial que la infancia es el colectivo más vulnerable, el que más sufre las guerras y las crisis y se subraya el enorme trabajo que queda aún por realizar para que la Declaración de los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1959, y lo acordado en 1989 en la Convención sobre los Derechos del Niño, y suscrito en la actualidad por 191 países, sea una realidad. La protección de la infancia y el derecho de los menores a la salud, la educación, la supervivencia y el desarrollo, el bienestar, la no explotación,… son ya retos conseguidos en muchos lugares… y asignaturas pendientes en otros muchos, razón por la cual sigue siendo necesario dedicar todos nuestros esfuerzos a esta causa.
Desde estas páginas de Entornoajerez, queremos proponer al lector una reflexión sobre estas cuestiones, recordando como hace apenas un siglo en unos casos, y tan sólo algunas décadas en otros, los derechos de la infancia también eran una asignatura pendiente en nuestro territorio más cercano, en nuestro medio rural, en nuestra propia ciudad. Si miramos atrás encontramos relatos y escenas que aún nos conmueven, en las que "nuestros" niños y niñas más desfavorecidos eran los tristes protagonistas.
Uno de los políticos jerezanos más destacados del siglo XIX fue sin duda Ramón de Cala (1827-1902). Organizador del Partido Republicano en nuestra comarca, participó activamente en "La Gloriosa", la Revolución de 1868, siendo nombrado Presidente de la Junta Revolucionaria de Jerez. Diputado y senador por la ciudad en las Cortes Constituyentes de 1869-1871, y en las de la Primera República de 1873-1874, llegó a ser vicepresidente del Congreso (1). En su actividad política y en sus escritos mostró siempre un gran interés por los aspectos sociales. La instrucción pública, las cuestiones sanitarias, la defensa de los derechos de los trabajadores, la denuncia de las condiciones de vida de las clases populares y, en especial de los niños… estuvieron entre sus preocupaciones constantes. Buena parte de sus ideas se recogen en una de sus obras más conocidas, , publicada en 1884 (2).
En ellas, tras describir las duras condiciones de vida de los obreros del campo y de los trabajadores adultos, plantea una serie de reflexiones comparándolas con las que sufren los niños "… a quienes". Al respecto, nuestro político y escritor ofrece la siguiente reflexión: "El obrero adulto representa el tiempo que acaba, el niño trabajador representa la esperanza, el porvenir. Doloroso es que el primero consuma entre amarguras y fatigas los restos de su existencia; pero aún es más doloroso que el pobre niño salga á la vida prensado en la máquina del trabajo que lo deforma y desmoraliza. ¡Cual será el porvenir de las venideras generaciones formadas con esos niños que vemos en los talleres raquíticos, escuálidos, amarillentos y con señales de una existencia corta y llena de penalidades!", se lamenta amargamente Cala (3).
Al retratar las condiciones de vida de los niños trabajadores, apunta comentarios muy actuales y señala como indirectamente se les priva de la infancia y del juego: ", y lo que es peor todavía, en ocupación ingrata que no distrae, ni origina placer de ninguna especie. Sometidos al yugo del aprendizaje que los retiene en sujeción durante horas continuas, ven contrariadas durante las tendencias de su naturaleza hacia la libertad, el movimiento y la alternativa desordenada, alegra y bulliciosa".
La falta de tiempo libre, de educación, el embrutecimiento de las largas jornadas laborales, la ausencia de instrucción profesional básica, el destino final de los niños que trabajan… son otras tantas cuestiones que denuncia Cala: "…… Ni una lección les instruye, ni les guía un consejo… y así que por el transcurso de largos años… sus manos han tomado la costumbre de formar instintivamente parte de las herramientas, se hallan casi sin saberlo convertidos en operarios capaces de ganar el jornal, para entrar en una senda diferente de la fatigada peregrinación de su existencia".
Las penosas condiciones de vida de los niños de la familias más desfavorecidas del Jerez de finales del XIX son expuestas también por Ramón de Cala con toda su crudeza: "… la vida del niño en casa de sus padres, que no es buena por punto general, y peor si los padres son trabajadores. Debía ser el niño la alegría de la casa y es la perturbación. siendo tan bullicioso, y lo acuñan donde no cabe". Estos comentarios no hacen sino poner en evidencia uno de los problemas del Jerez de la época que sufrían muy especialmente los niños: el hacinamiento de las familias obreras. El historiador Diego Caro Cancela, a modo de ejemplo que ilustra este grave problema, nos recuerda como en 1872 se daban algunos casos extremos y así, "en la calle Mariñiguez, en la casa situada en el número seis, residían -es un decir- 16 familias, igual que en el número 15 de las calle Molineros. Y dos casas de la Puerta del Sol, las números 4 y 10, tenían censadas cada una hasta 17 familias". La comisión formada en el Ayuntamiento de Jerez en ese año para inspeccionar las viviendas informaba que en las casas de vecindad "se albergan desde 4 vecinos hasta 14 y aún más, según la capacidad de estos edificios… Por lo general ocupa cada familia de dos a tres habitaciones, aunque en muchos casos se limitan a una sola" (4)
No es de extrañar que, en estas condiciones de hacinamiento, las dificultades para el normal desarrollo de los niños fueran más que evidentes, lo que lleva a afirmar a Ramón de Cala que "Todos sus juegos se convierten en diabluras y rueda de un lugar a otro, revolviendo el pobre mobiliario entre gritos y pescozones. Su carácter principia a torcerse por la contradicción perpetua… ¡Cómo ha de comprender el niño que debe embutirse en un rincón sin movimientos, cuando toda su naturaleza lo impulsa a la movilidad y al bullicio! Al poco tiempo es menester alejarlo del hogar, porque estorba… y lo colocan de aprendiz, si no desde el primer instante de trabajador, porteando escombros para que gane algo inmediatamente"
Con respecto al acceso a la educación de los hijos de los trabajadores del campo, Caro Cancela pone en evidencia que, ante la preocupación por satisfacer cada día las necesidades más primarias, como las de comer y vestirse, el interés por la educación pasaba a ser un asunto marginal en la conciencia de estos trabajadores que no podían atender adecuadamente las necesidades de sus hijos. En este sentido, recuerda que ya en 1850 el cuestionario de la Sociedad Económica de Amigos del País reconocía que en Jerez "la educación de los infelices trabajadores del campo (…) puede decirse que es ninguna, pues los hijos de éstos, en razón a vivir llenos de andrajos, sucios y hambrientos, no se recogen en las escuelas gratuitas, porque los menos desgraciados, siquiera vestidos, huyen de ellos: por tanto, se crían como salvages e idiotas" (sic). Estos hijos de jornaleros -añadía-, "viven miserables pidiendo por las calles medio desnudos o vestidos de harapos, recojiendo (sic) el mendrugo y los desperdicios, y de este modo pasan el tiempo, y crecen hasta que logran, ya que tienen fuerzas, acomodarse en el campo para zagales y trabajos menores" (5).
Obligados por la necesidad, muchos niños de familias sin recursos trabajaban en los cortijos realizando tareas agrícolas o de cuidado de animales en largas y agotadoras jornadas por las que apenas recibían poco más que una escasa y mala comida. Los niños participaban en el rebusco o en la recogida de semillas y hacían de porqueros, vaqueros, cabreros, paveros, aguadores… Guardamos de todo ello singulares relatos que dejamos para otra ocasión y que nos han hecho llegar algunos familiares de aquellos que, hace menos de un siglo, perdieron su niñez trabajando de sol a sol.
Una de estas esclarecedoras escenas de trabajo infantil la encontramos en la famosa novela de Vicente Blasco Ibáñez que vio la luz en 1905 después de una visita que el escritor y político valenciano realiza a Jerez en 1902 acompañando a Alejandro Lerroux. En ella aprovechará para documentarse y recabar datos de primera mano sobre la realidad social de la vida de los jornaleros en nuestra campiña. El médico y político jerezano Fermín Aranda, y el sindicalista Manuel Moreno Mendoza, militantes también de su partido Unión Republicana, le acompañarán en sus recorridos y le facilitarán información precisa sobre los problemas sociales de nuestra ciudad y su entorno rural (6).
Blasco Ibáñez, en un conmovedor pasaje de La Bodega, se refiere a los que, salvando algunas diferencias, tanto nos recuerda mucho a la figura del "niño yuntero" a la que dedica un conocido poema Miguel Hernández. Comparando la vida de los niños que trabajaban en los cortijos de la campiña, escribe Blasco Ibáñez: "Los hombres empezaban de pequeños el aprendizaje de la fatiga, del hambre engañada. A la edad en que otros niños más felices iban a la escuela, ellos eran zagales de labranza por un real y los tres gazpachos. En verano servían de , marchando tras las carretas, cargadas de mies, como los mastines que caminan a la zaga de los carros, recogiendo las espigas que se derramaban en el camino y esquivando los latigazos de los carreteros que los trataban como a las bestias".
El futuro de estos niños que perdían su infancia ante la necesidad de trabajar para ayudar a sus familias, es descrito también por el autor de La Bodega con toda crudeza: "Después eran gañanes, trabajaban la tierra, entregándose a la faena con el entusiasmo de la juventud, con la necesidad de movimiento y el alarde fanfarrón de fuerza, propios del exceso de vida. Derrochaban su vigor con una generosidad que aprovechaban los amos. Estos preferían siempre para sus labores la inexperiencia de los mozos y de las muchachas. " (7).
El rempujero figuraba en el último lugar del "escalafón", en lo que al trabajo agrario se refiere y 30 años después de la publicación de La Bodega nos los encontramos -al menos- incluidos en la relación de salarios entre patronos y obreros, cerrando las listas de jornales. Así, en 1932, los cobraban 3,50 ptas., la mitad del sueldo más bajo de todos los incluidos en las Bases de Trabajo en el campo (8). Apenas unos años más tarde, en 1936, el "niño rempujero" que participaba en las faenas de trilla o que trabajaba en las eras, ganaba 4,25 ptas., como quedaba recogido en las Bases de Trabajo Agrícola para la campiña de Jerez (9). La figura del niño o zagal rempujero, pervivió hasta la década de los 50 del siglo pasado y la contemplaban, por ejemplo, las Reglamentaciones del Trabajo en el campo de 1948 (10).
El poeta Miguel Hernández, en su escribía: "Me duele este niño hambriento/ como una grandiosa espina, / y su vivir ceniciento / revuelve mi alma de encina. / Lo veo arar los rastrojos, / y devorar un mendrugo, / y declarar con los ojos/ que por qué es carne de yugo" … Y nosotros, al evocar el sufrimiento de aquellos niños sin infancia que trabajaban para poder sobrevivir en nuestros campos, no podemos sino recordar de nuevo -con tristeza- estos versos.
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