En la tierra del mosto

Marco de Jerez

En Jerez quedan, a lo sumo, cinco o seis mostos fieles a sus raíces

El Cerro del Arte, el Puskas, La Confitera... son algunos de los templos del vino joven que mantienen la esencia de la tradición heredada de los jornaleros de la vid

Imagen de uno de los mostos que aún mantienen el espíritu./Miguel Ángel González
Texto: Á. Espejo / Vídeo: Miguel Ángel González

04 de febrero 2018 - 02:13

Jerez/Es martes, un martes cualquiera de enero, pero hoy no hay cante. Ni cante ni toque ni baile, que ya es raro. Suenan tímidamente unos nudillos sobre el banco de trabajo habilitado como barra auxiliar, con su tornillo y todo, que hace las veces de jamonero. Por un instante parece que alguien se va a arrancar en cualquier momento por fandangos o alegrías. Falsa alarma. Los parroquianos no están por la labor. Se reservan para mañana, que igual viene un grupo de cantaores y se animan con el mosto de la casa.

La improvisación forma parte del encanto del Cerro del Arte, del Puskas, la Confitera..., santo y seña de la otra ruta del mosto, la que no aparece en las guías turísticas y de la que apenas queda rastro por los tortuosos caminos de las viñas del jerez. Pocos mostos siguen siendo fieles a las raíces; cuatro, cinco, a los sumo seis antiguas casas de viñas, lagares o cobertizos que no han caído en la tentación de reconvertirse en pseudo restaurantes en los que el ajo, la berza y el menudo comparten mesa con los filetes empanados, la presa ibérica y otros platos más sofisticados. Nada que ver con los mostos genuinos, cobijo ayer hoy y siempre de muchos jerezanos que huyen de la ciudad en busca de aire puro.

Puse a fregar aquí a un mando del Ejército; dos veces en un día... y luego me llevó de maniobrasSi lees y te informas algo aprendes, pero la vida, el día a día, es la que te enseña de verdadLa viña la tengo en parte como distracción, en parte porque la pensión no da para mucho"

Antonio preside la estancia desde un butacón con la estufa de picón a sus pies. El viejo lagar de la viña Santa Isabel, en el pago de Carrascal, es el más conocido y frecuentado de los templos del mosto a la antigua usanza, los guardianes de la tradición heredada de los jornaleros de la vid en los tiempos en los que la tierra se faenaba a mano.

Es martes y no hay cante, ni falta que hace, pues el arte corre a raudales en el pequeño lagar de la viña Santa Isabel, rebautizada como el Cerro del Arte por un gaditano que "se plantó la tercera vez que vino con una jartá de comida para invitar a todo el mundo y un cartel con el nombre escrito -desde entonces colgado de la pared- porque decía que aquí hay un arte que no se puede aguantá", cuenta Antonio.

El hombre quedó cautivado por el buen ambiente, el trato campechano, los precios y la singular filosofía de trabajo del lugar, que Antonio Guerra Berraquero regenta desde hace medio siglo y donde la casa sirve la bebida y la comida la pone la clientela.

La idea surgió por casualidad. "Unos jubilados me preguntaron un día si me importaba que trajeran algo de comer para prepararlo aquí mientras tomaban el mosto. Aquello se convirtió en rutina y poco a poco se corrió la voz, hasta hoy, que vienen familias enteras de todos lados con la comida hecha o para cocinarla aquí", relata el propietario.

A un lado del banco de trabajo dispuesto como mostrador auxiliar, según se accede por la puerta, tres grandes mesas con sus sillas ocupan la mayor parte del lagar junto al mueble con la plancha y los fogones que hacen las veces de cocina abierta al público. Las paredes están forradas con fotos de cantaores, toreros y clientes. Al otro lado están las botas de mosto y el fregadero. "Yo he puesto aquí a fregar a un comandante del Ejército; dos veces el mismo día", cuenta Antonio mientras dirige la mirada hacia una foto del portaaviones 'Príncipe de Asturias', cuyos mandos, con los que entabló amistad, se rindieron a los encantos del mosto.

Antonio y su yerno Miguel Ángel Abucha, su mano derecha desde hace unos años, guardan grato recuerdo del día que les llevaron a navegar por la Bahía a bordo del Príncipe de Asturias en unas maniobras del buque insignia de la Armada Española dado de baja en 2013.

Compró la finca a su abuela, "que murió con un siglo y dos años" con idea de que sus seis hijos no tuvieran que emigrar para buscar trabajo. Estableció en ella su residencia, dedicándose a la cría de vacas y ovejas, pero al tiempo vendió el ganado y plantó la viña de la que se surte su mosto, "el mejor del Marco y no hace falta presentarlo a ningún concurso porque no hay color", afirma el yerno.

A sus 86 años recién cumplidos, Antonio echa la vista atrás y no se arrepiente de un sólo día de los 365 que pasa al año rodeado de "buena gente", como la pareja que celebró su "casamiento" no hace mucho. "¿Aquí?, ¡si no hay baños!, les dije. No se preocupe usted que sabemos a lo que venimos, me respondieron. Se trajeron sus mesas y sus sillas, decoraron el exterior, hicieron una paella, invitaron a todo el mundo y todos tan contentos".

A pocos kilómetros del Cerro del Arte, en el vecino pago de Cantarranas, Puskas sirve un vaso de mosto a parroquianos del pequeño cobertizo rodeado de viñedos como en los que se crió haciendo la vendimia junto a su madre. Es martes y tampoco hay cante, aunque a la mesa hay sentados grandes aficionados, incluido Puskas, que de vez en vez hacen sus pinillos.

Dos mesas, cuatro sillas, una pequeña cocina abierta a la estancia principal, una vitrina y para de contar. Al otro lado del muro, a través de una arcada presidida por un cartel en el que se lee "prohibido el paso a las personas", asoma una pequeña andana de botas nuevas cedidas por una tonelería para su envinado. Son las mismas botas en las que luego envejecerá un cotizado whisky escocés las que sirven de lecho al vino joven del Puskas, "de viña vieja que, siempre se ha dicho, son las que dan el mejor mosto".

La vida laboral de este nieto de arrumbador, vinculada al gremio del ladrillo, acabó a los 62 años -ahora va para 74- por una hernia de disco, momento en el que Puskas -sí, el apodo es por el futbolista "y no porque jugara bien de chavea, sino por lo poco que me movía"- decidió volver a sus raíces, a la viña en la que se crió y que adquirió a principios de los noventa.

"Anda que no he puesto pelotes en Jerez", comenta el que también fue sindicalista de la USO, y a mucha honra, entre vaso y vaso de mosto, mientras da cuenta de las asaduras aliñás que comparte con los parroquianos. Puskas o Puski, como lo llaman sus allegados, se presta a hacer guisos por encargo y suele tener a mano aceitunas machacás y alguna chacina. Con un poco de suerte, al que se deja caer por sus dominios sin previo aviso lo obsequia con el 'plato del día', el de la comida que comparte con su amigo y ayudante el Pirata, de nombre Luis Miguel Domínguez Robles,a la que siempre añade alguna ración de más

Manuel se explaya en la conversación con sus contertulios, que le piden que cuente la historia del pavo. En resumidas cuentas, el animal resultó mal herido tras engancharse en una alambrada y una tía suya, sin dudarlo, cogió aguja e hilo, le colocó las tripas y cosió al pavo, que a los dos días estaba dando brincos y comiendo como si nada. La paradoja, apunta Puskas, es que "la vida es la que te enseña; si lees y te gusta estar informado, algo aprendes, pero la vida, el día a día, es lo que te enseña de verdad".

Al lado del Puskas, tras un repecho, se llega a La Confitera, el nombre popular de una casa de viña construida en el siglo XVII y en perfecto estado de conservación. Sigue siendo martes y sigue sin haber flamenco, pero mosto hay de sobra y el de la familia Mayolín, propietaria de la viña Purísima Concepción -el nombre oficial en los papeles y el que luce en la fachada de la casa-, se deja querer.

"La gente dice que está bueno y yo no le voy a llevar la contraria", dice Juan Mayolín, que lleva pegado a la viña desde que nació hace 78 años. Desde su jubilación, el viñedo sigue siendo su quehacer diario, "en parte como distracción, en parte para ir tirando porque la pensión de 800 euros que me quedó no da para mucho".

La Confitera tiene más movimiento los fines de semana, pero no hay día sin que Juan eche la mañana en la finca para darle una vuelta a los mostos o meterle mano a las labores de la viña, de las que se encarga en solitario, salvo la vendimia, para la que tira de la familia.

El mosto de los Mayolín, unos 4.000 litros por cosecha, duerme en botas nuevas en esa suerte de trueque con la tonelería que surte al cotizado destilado escocés, y su uva también brota de cepas viejas, de ahí su personalidad.

La Confitera despacha más que nada vino a granel. "Se lo llevan particulares y propietarios de otros establecimientos, como un bar de Torresoto", apunta quien en su día tuvo a su cargo como capataz la viña Cerro Nuevo con los Pemán y Domecq, y luego con Sandeman.

Los Mayolín vendían en tiempos la cosecha a Zoilo Ruiz-Mateos. Ahora, lo que no vende en la temporada lo echa para vinagre, que como el mosto, "está superior, y no porque lo haga yo".

A este reportero se le olvidó comentar que el mosto altera el producto, perdón, el orden de los factores... Mejor empezar la ruta al revés, más si es martes y no hay flamenco, que con tanto mosto, y del bueno, se pierde la noción del tiempo.

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