Opinión
Carlos Navarro Antolín
El Rey brilla al defender lo obvio
Existen muchas formas de comunicarse, pero ninguna supera al lenguaje hablado. No hay mejor método para intercambiar ideas que una conversación distendida y racional, en la que reine esa oratoria que, para bien o para mal, distingue a los seres humanos. Los gestos o signos, por mucho que sinteticen y resuelvan problemas de comunicación, no hablan por sí solos, requieren interpretación. La voz es y será siempre el sistema de expresión más puro e irremplazable. Otros tipos de lenguaje, como el escrito, gestual o visual, pueden solventar dificultades comunicativas, pero exigen a su vez ciertas dotes intelectuales y creativas para ser tan efectivos como un discurso oral bien armado.
Las palabras, articuladas con nuestra propia voz, son la expresión más directa y convincente, no tienen truco ni artificio, definen la personalidad espontánea de quienes las manifiestan, son como un desnudo premeditado. A través de la oratoria, se puede dormir a un niño, convencer a un descarriado, deshacer entuertos, ganar o perder unas elecciones, redimir pecados, encantar a serpientes, enamorar o desilusionar, amansar a las fieras y educar a prometedores ciudadanos.
Durante siglos, la humanidad ha usado múltiples soluciones para comunicarse, desde las ancestrales señales de humo, hasta los actuales y simplistas emoticonos. Entre aquel pasado rudimentario y el presente innovador, hay algo que no ha cambiado, que es la necesidad de expresarse ante el prójimo. La problemática de los signos o símbolos, es que precisan interpretación y pueden llamarnos a engaño si se desvirtúa la razón original que los justifica. Amén de su uso obligatorio entre sordos y mudos, la gesticulación no puede sustituir a la solvencia de comunicarse mediante la palabra hablada.
La escritora y poetisa americana Marianne Moore sostenía que "el sentimiento más profundo se revela siempre en el silencio" y, en casos muy concretos, puede ser cierto. Pero ese mutismo o actitud silente responde más bien a tendencias muy respetables de recogimiento o anacoretas. Por supuesto que precisamos meditar o reflexionar con quietud todo lo que nos afecta, para después expresarnos cuando estemos plenamente convencidos. En eso consiste, entre otras cosas, la libertad individual y de expresión. De todos modos, existen muchas frases lapidarias o refranes que resuelven muy bien esos estados carenciales de comunicación, como los aforismos mundialmente conocidos de "el silencio otorga" o el socorrido proverbio de "hablando se entiende la gente".
También tenemos la errónea y perezosa creencia de que ya está todo dicho o escrito. Nos cruzamos de brazos pensando que Google es la nueva Biblioteca de Alejandría, el pozo único de sabiduría y conocimiento universal. O lo que es peor, creemos que internet o las redes sociales, con sus periódicos online, Twitter, Facebook, YouTube, Blogger, etc., han reemplazado a las librerías, kioscos, auditorios, teatros, cines, museos, etc. Y no hablemos del WhatsApp, ese sustituto moderno de los mensajes que antaño se enviaban con emisarios en pergaminos, o que los más desesperados lanzaban al mar en una botella.
Pese a todo, no debemos despreciar las nuevas fórmulas de expresión colectiva, ni frenar la evolución tecnológica regresando a las cavernas. El problema es que muchas de esas herramientas modernas, como los tweets limitados a 280 caracteres imperativos, empobrecen la riqueza comunicativa. Por no hablar de la perversión del lenguaje que, para no esforzarse, practican muchos jóvenes con jergas que destrozan a golpes diccionarios e idiomas amparados por la ley del mínimo esfuerzo, o para encubrir serias carencias formativas.
La comunicación de viva voz también tiene su lado negativo. Entre otros, de ella se aprovechan quienes pervierten la palabra para hipnotizar a sus semejantes, dejándolos después tirados cuando ya no les interesan. Algo parecido a como se sentiría un pez cuando alguien lo captura con cebos apetitosos y, una vez sacado del agua, lo arroja en la orilla, aleteando moribundo. Esos ejemplos demagógicos, muy habituales en la política y el populismo de charlatanes, son vulgares actos de encantamiento oportunista, desgraciadamente extendidos en una sociedad que apenas habla, sólo se comunica con gestos, emoticonos y mentiras dialécticas…
(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue editor jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como jefe de prensa del Circuito de Jerez.
También te puede interesar
Opinión
Carlos Navarro Antolín
El Rey brilla al defender lo obvio
Tribuna Económica
Joaquín Aurioles
Inventarios de diciembre (4). Desigualdad
Sin jonjabar
Alfonso Salido
De Cotillón
El parqué
Caídas ligeras