Contracrónica del enchufado

El resto del tintero

Funcionarios manifestándose ante Hacienda en Sevilla.
Funcionarios manifestándose ante Hacienda en Sevilla.
J.M.M.P.

28 de noviembre 2010 - 05:04

SIN los 20.000 supuestos enchufados que trabajan como externos en las empresas públicas de la Junta, la Administración andaluza no podría prestar gran parte de los servicios que le requerimos. Un ejemplo. Cuando en el año 2002 estalló la crisis de las vacas locas, la empresa pública Desarrollo Agrario y Pesquero contrató a decenas de veterinarios para retirar reses de los campos. Cada vez que a un ternero le daba por morirse, había que desplazarse a la finca, recoger el cadáver, darle un entierro digno, tomar las muestras y enviarlas al centro de referencia del doctor Badiola, ese hombre que nos atemorizó durante años con los priones de la encefalopatía espongiforme bovina. Y es que las vacas desconocen los horarios: lo mismo se mueren de madrugada que a la hora del vermú, y allí, al carril o al establo, debía acudir, presto, el veterinario enviado por la Junta.

Sí, se trató de una contingencia que no pudo cubrir el personal funcionario de la Consejería de Agricultura y sus delegaciones provinciales, pero después de las vacas locas, llegaron la fiebre aftosa y la amenaza de la peste porcina africana. Y, aunque no fueron tantos, Desarrollo Agrario y Pesquero ha venido necesitando desde entonces de este tipo de externos, hoy señalados por el PP como los enchufados de la Junta, el supuesto móvil oculto que habría motivado el decreto de reordenación del sector público. Éstos y otros externos. Como los que apagan los fuegos todos los veranos contratados por Egmasa, o los que detuvieron la riada tóxica del desastre de Aznalcóllar en las marismas del Guadiamar.

Bien, la génesis común de las polémicas empresas públicas ha sido siempre el mismo: agilizar a la Administración andaluza. Lenta, refractaria a la realidad y, a veces, ineficaz. Después, claro, se han cometido los abusos. El sistema de contratación no ha sido transparente; efectivamente, se ha enchufado a gente; se han recolocado a alcaldes que perdían elecciones, o se le daba cobertura al gabinete del consejero. El caso es que algunas empresas se convirtieron en entes tan autónomos como los priones de las vacas locas, y el entramado creció tanto que aún hoy es difícil saber con exactitud cuánta gente cobra cada mes.

En otras ocasiones, y en nombre de la agilidad, se traspasaron barreras legales, y se asumieron competencias que sólo podían desarrollar los funcionarios como sentencias posteriores han demostrado.

De todo esto era consciente el presidente andaluz, José Antonio Griñán, cuando comenzó su mandato hace algo más de un año. Entre mayo y junio se aprobaron las medidas de reducción del déficit público tanto en España como en Andalucía, y el 29 de julio se publicó el decreto de reorganización del sector público andaluz, que incluía la supresión de 110 de las 225 empresas públicas mediante una enorme reorganización en 14 agencias públicas. El decreto afectaba a unos 2.000 funcionarios, a 1.474 laborales de la Junta y a 19.993 trabajadores de estas entidades instrumentales, llamados externos por algunos y señalados por otros como los grandes beneficiarios del festín.

Hoy nadie niega en el Gobierno que, al menos, algún error han debido cometer durante esta larga tramitación. El balance es evidente: en el BOJA se publicó el viernes el decreto que apuntala parte del anterior y que, además, va a ser tramitado como proyecto de ley en el Parlamento durante los meses de diciembre, enero y, posiblemente, febrero. El PSOE ha rescatado al parlamentario José Caballos, que ejercía de portavoz de la comisión de Hacienda y Función Pública, para defender la ley. Casualidad o no, es una sabia decisión recurrir al que, posiblemente, sea el más brillante de sus parlamentarios.

El error de partida nace del poco cuerpo político que rodea a este espíritu reformador. Griñán y su núcleo duro del Consejo de Gobierno, formado, entre otros, por la consejera de Hacienda y Función Pública, Carmen Martínez Aguayo, no imaginaron que tales cambios se solventarían sin problemas. El resultado: una rectificación de hondo calado en las formas. El próximo día 29 de diciembre, todos los sindicatos implicados pasarán por sede parlamentaria para dar su opinión. Al final del trámite, cada partido habrá de explicar su posición y el Gobierno ejecutará, con su grupo, la decisión.

No ha sido un error, no: son muchos. El primero, creer que UGT y CCOO habían dado visto bueno al decreto en julio cuando en el horizonte había una huelga general; segundo, esperar que estos dos sindicatos serían capaces, por sí solos, de llevar la tranquilidad a los empleados cuando un tercero en discordia, el CSIF, mayoritario en la mesa sectorial, se sentía desplazado; cuarto, hacer coincidir este proceso con unas elecciones sindicales, en las que el mismo CSIF debía sacar pecho porque otros sindicatos situados a la derecha del mandarinato venían comiéndole el terreno. Y quinto: confiar la gestión del asunto sólo a la esencia más técnica del Gobierno.

¿Por qué salen los funcionarios a la calle? Ningún colectivo se manifiesta con tanto interés para impedir el supuesto privilegio del otro: en este caso, el de los llamados enchufados. Un psicólogo de la empresa diría que en el fondo la causa es el miedo, la incertidumbre de ser expulsados del paraíso de la seguridad laboral que ha sido hasta ahora la Administración.

Un recorte salarial medio del 5%, que incluye un tijeretazo de un tercio de la paga de Navidad, condimentan de modo efectivo los temores que algunos quieren acrecentar y otros no han sabido controlar.

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