La cabra que tira al monte
Granada
Los sufridos ganaderos de la Sierra de Grazalema celebran que las razas que han salvado de la extinción, la payoya y la merina, sean reconocidas como autóctonas por el Ministerio de Agricultura.
Cristóbal Yuste, ya metido en los 50 años, y su mujer, Carmen, se levantan a las seis y media de la mañana y se colocan su mono rojo de la escudería de Ferrari. Carmen prepara cafés y Cristóbal se sube al monte, entre las rocas, a reunir a las ovejas merinas. Cuando las ovejas están juntas toman el café antes de iniciar el rito. Las ovejas van pasando en fila, se las enchufa y ellas sueltan la leche. Luego salen las doce ovejas de cada tacada, resbalándose en el barro, pegándose unos espantosos tortazos al bajar de la ordeñería mecánica, y suben otras doce. Esto desespera a Cristóbal y a Carmen, que sólo llevan un año con "el I+D del ordeño", como ellos lo llaman.
Hasta el año pasado, lloviera o vociferara el cielo en esta Sierra de Grazalema, junto al pueblo de Benaocaz, donde llueve a mantas, Cristóbal metía las ovejas en un pasadizo, para llevarlas a un aprisco y, a mano, sentado en un cubillo, sacaba 140 litros de leche diarios de sus 180 ovejas. La operación llevaba unas tres horas por la mañana y otras tres por la tarde, lo mismo que ahora. Pero ahora lo hacen a cubierto, en una nave construida por Medio Ambiente. Ahora están cañón. No se mojan.
"¿Las ovejas son más tontas que las cabras?", pregunto a Rodrigo Mangana, que es más cabrero que ovejero y que observa el desconcierto ovino de las ovejas de Cristóbal. El universo caprino es de otra laya. Hemos estado hace un rato en su sala de ordeño, tecnificado desde hace 15 años. Allí las cabras payoyas parecen alemanes. Se les abre la puerta del corral y salen las cabras justas, que tienen el comedero con pienso para picar mientras la máquina extrae la leche. Las cabras suben con elegancia, como damas de la alta sociedad, colocan la cabeza obendientemente y, cuando se les dice que ea, que bajen, ellas bajan. Esto ocurre cada día. Para el ganadero de la Sierra no existen los días de descanso. Ovejas y cabras no saben de eso.
Cristóbal y Rodrigo, vecinos de Benaocaz, no son muy conscientes de su diario gesto heroico porque lo hicieron sus padres, abuelos, bisabuelos ... Hace poco más de 20 años la oveja merina y la cabra payoya eran razas en peligro de extinción. Ya prácticamente no lo son. Hay 9.000 cabezas de cabras payoyas en la sierra de Cádiz y 5.000 ovejas, casi el doble que en los años que esta actividad parecía abocada a su desaparición. La designación por el Ministerio de Agricultura de estas razas como autóctonas, lo que les permite utilizar ese sello a la hora de comercializar y distribuir sus productos, es un paso más en la perpetuación de esta especie dura, labrada a lo largo de siglos entre los peñascos. "Ya no podrán dar gato por liebre, que era algo que demandaba un consumidor que sabe que aquí los inviernos son duros y que las cabras y las ovejas están adaptadas al medio, lo que les da una característica especial tanto a la carne como a la leche y, por supuesto, al queso. Sus valores en grasa y en proteínas son superiores a otras razas".
Ahora lo que está en peligro de extinción es gente como Rodrigo y Cristóbal. Rodrigo tiene dos hijas; Cristóbal, un hijo y una hija. Carmen, que es de Ubrique, que viene de familia marroquinera, quería que los niños estudiaran. Rodrigo, también. Los hijos de Cristóbal no quieren ver el campo ni en pintura. El campo significa trabajo. Trabajo muy duro. Ahora piensan Rodrigo y Cristóbal si, cuando se jubilen, podrían hacer una aparcería, llevar una explotación a medias para que la nueva generación no se separe del todo de la estirpe...
Aparcería es lo que tenía el abuelo de Rodrigo, como recuerda su padre, un octogenario curtido que observa maravillado la piara de cabras de su hijo soltando leche a través de tubos que van a parar a recipientes de aluminio que luego se juntan en tanques de frío. "Yo ordeñaba y si la cabra se cagaba o hacía viento y removía el polvo todo caía encima. Y no se les echaba pienso, comían lo que había en el monte".
Así era cuando en 1936 el abuelo de Rodrigo decidió abandonar la aparcería y arrendar una finca a Don Gustavo, uno de los ricos del pueblo. 400 hectáreas por 3.000 pesetas de las de entonces al año. Aún hoy, los Mangada pagan el arriendo a los descendientes de Don Gustavo. El padre de Rodrigo recuerda aquellos años extraños, en los que los mayores les decían que no se adentraran en el monte, que se quedaran en el pueblo. Temían que se vieran enredados en un fuego cruzado entre guardias civiles y maquis, que vivían de algunos secuestros, secuestros principalmente de cabras y ovejas para quedarse con su leche y su carne.
Lo que hoy llamaríamos comercialización y distribución de la leche de aquel ganado era una tarea rudimentaria que se añadía a la de pastorear y ordeñar. El ganadero y sus mozos se recorrían la Sierra vendiendo la leche puerta a puerta. De ahí tenían que salir las 3.000 pesetas del arriendo para pagar a Don Gustavo. Y no era fácil porque por un litro de leche se pagaban dos reales y por una arroba de queso de leche cruda de unos once kilos y medio tres duros.
En esa época empezó a cobrar fama el queso de estos montes. "¿Sabe igual el queso de ahora que el de entonces?", pregunto al padre de Rodrigo. "Ahora se hace con leche pasteurizada... -cavila, valora-. Pero lo que creo que ha cambiado es mi paladar, no el queso. El sabor de aquel queso de cuando yo era niño y me pasaba el día detrás de las cabras no ha vuelto".
Rodrigo escucha con deleite las batallitas de su padre, pero recuerda que "aquel sistema de producción era inviable. Se necesitaba una mano de obra que no era asumible de acuerdo con los precios que se pagaban. Era necesario innovar, reducir los costes y, al tiempo, aumentar la producción, mejorarla. Y para conseguir todo eso era obligado invertir. Podríamos habernos dedicado a la ganadería intensiva, con menos costes, que da menos trabajo, con razas más comunes, pero decidimos apostar por nuestras razas, las que habían pastoreado nuestros antepasados. Nos arriesgamos y... bueno, aquí están los resultados".
Hace dos semanas se celebró en la vecina Villaluenga su anual feria del queso. Miles de personas se acercan al prado a degustar los últimos inventos en este alimento milenario. Las variedades son infinitas. Se hace queso con tomillo, con setas, con manteca... El resurgir del queso payoyo, con queserías modernas que han puesto las nuevas tecnologías al servicio de su difusión, comercialización y distribución, ha logrado que toda la producción de leche de la Sierra esté colocada de antemano, lo que da tranquilidad al centenar de ganaderos asociados en torno a estas razas.
La asociación de ganaderos trabaja ahora ilusionada en crear su propia sala de despiece. Quieren que el éxito del queso se extienda también a la carne. "Si pruebas este cabrito, ya no querrás probar otro", lo vende Rodrigo. Cristóbal compite con corderos de las grandes industrias y reconoce que su producción cárnica es baja. La lana, una lana basta y tupida, se paga a precios muy bajos. "Las mantas de Grazalema ya no se hacen con lana de aquí", lamenta. Esas mantas servían en los tiempos del padre de Rodrigo como impermeables. Pesaban un quintal, "pero, desde luego, no te mojabas", relata, mientras otra de sus ovejas se pega un leñazo al bajar de la pasarela de ordeño.
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