La época sevillana de un político universalista

IV Premio Manuel Clavero · Felipe González

Seductor, reflexivo, magnético... El joven Felipe González ya apuntaba como estudiante y bisoño abogado laboralista unas cualidades que le llevarían a lo más alto de la política.

La época sevillana de un político universalista
La época sevillana de un político universalista
Luis Sánchez-Moliní

18 de enero 2015 - 05:03

MUCHOS años después de que la cámara fijase para siempre la legendaria foto de la tortilla un soleado mediodía de la primavera de 1974, Manuel Chaves y Miguel Ángel Pino intentaron volver al lugar de los hechos. Querían localizar el punto exacto donde Manuel del Valle había apretado el disparador en unos pinares de la zona conocida como las Colinas, en La Puebla del Río, pero no lo lograron. "Estuvimos recorriendo la zona, pero todo estaba muy cambiado, con construcciones nuevas… Fue imposible", asegura el que fuese ministro y presidente de la Junta de Andalucía sin apenas percatarse del valor metafórico de sus palabras. La foto, que alguno de sus participantes ha comparado irónicamente con el Desayuno sobre la hierba, de Manet, es el despreocupado retrato -la significación histórica la adquiriría bastante tiempo después- de un grupo de amigos y compañeros del PSOE clandestino que estaban llamados a cambiar los destinos de España y Andalucía. Sin embargo, de entre ellos destaca inevitablemente (quizás porque Luis Yáñez, tumbado sobre una manta, hace las veces de flecha indicativa) un hombre muy moreno, con gafas de sol y sonriente, que pela una naranja a conciencia. No es otro que el que quizás sea el sevillano más importante del siglo XX: Felipe González Márquez (Sevilla, 1942).

Al igual que Velázquez, Felipe González tuvo una época sevillana, unos años de juventud y formación en los que ya apuntaba los rasgos que le llevarían a ser uno de los personajes decisivos de la política española, europea y latinoamericana durante dos décadas. "Quiero ser y soy cada vez más universalista. El mundo entero es lo que me interesa". Esta frase no la pronunció González ante ningún foro internacional; la escribió en una carta de amor a su primera novia formal, Concha Romero Pineda, el 23 de marzo de 1966, cuando era un joven becado en la Universidad de Lovaina y la recoge Eduardo Chamorro en su libro Felipe González. Un hombre a la espera (Planeta, 1980). En la misiva queda ya claro algo que sus enemigos sevillanos le han reprochado: un cierto desapego sentimental hacia su ciudad natal, una vocación cosmopolita en la que la capital del Guadalquivir fue nada más -y nada menos- que un primer paso. "No era un hombre al que le gustase ni la Feria ni la Semana Santa, pero conocía muy bien la ciudad. Entonces estábamos muy imbuidos por la política", asegura Manuel Chaves. Eso sí, como recuerda uno de sus primeros amigos de juventud, Luis Yáñez, de su Andalucía natal aún le queda una profunda afición por el flamenco. Desde que se marchase definitivamente a Madrid en plena Transición y abandonase su último domicilio sevillano en la calle Espinosa y Cárcel, Felipe González no ha vuelto a tener casa propia en la ciudad, aunque suele regresar a menudo al chalet que su cuñado Francisco Palomino y su hermana Lola tienen en Dos Hermanas. Su lealtad es mayor con las personas que con los lugares

Al recorrer la vida del personaje, al hablar con sus amigos, queda claro que Isidoro (ese fue su nombre de clandestinidad) no es hombre de nostalgias ni de mirar atrás. "Nunca ha vuelto por aquí", asegura Antonio Dioni, propietario del bar-restaurante Nuria, el veterano local al que Felipe González acudía continuamente en la época en la que era socio del legendario despacho laboralista de la calle Capitán Vigueras, entre 1970 y 1977. "Me contaron -continúa Antonio Dioni- que un día se encontró con un amigo y le dijo: Felipe, pásate por allí, que ya hasta el mudo ha aprendido a hablar". El mudo era y es Emilio Rodríguez, propietario del quiosco de prensa que hay junto al bar Nuria, y es cierto que, aunque con dificultad, ha aprendido a hablar. Se le ilumina la cara cuando se le pregunta por Felipe González: "Me acuerdo muy bien de él. Compraba muchos periódicos. También Guerra, que tenía mucha barba. Todos los políticos compraban entonces muchos periódicos".

La decoración del Nuria permanece prácticamente igual a cuando Felipe y sus compañeros del despacho de Capitán Vigueras (Rafael Escuredo, Manuel del Valle, Antonio Gutiérrez Castaño y Ana María Ruiz Tagle) lo frecuentaban junto a los inevitables agentes de la Brigada Político Social encargados de vigilarlos estrechamente. "Quizás por eso, al igual que todos nosotros, Felipe no era muy de bares. Preferíamos reunirnos en las casas", dice Manuel del Valle. Uno de esos domicilios fue el que tenían entonces los padres de Felipe en el barrio de Bellavista, donde el futuro inquilino de la Moncloa lucía ya como perfecto anfitrión y chef. "Le gustaba hacer guisotes y pescados al horno", recuerda José Rodríguez de la Borbolla. También hubo delicadezas, de esas que ahora llaman productos gourmet: "Una vez estuvo en Francia, con Mitterrand, y trajo patés y armañac de las Landas, donde el francés tenía una casa". En aquel domicilio paterno con patio interior se hablaba mucho de política -siempre la política-, incluso se levantaba la voz, como recuerda Manuel del Valle. "A veces llegaba la madre, Juana Márquez, y nos pedía que por favor bajásemos el tono, que estaba pasando una patrulla de la Guardia Civil. Aunque hoy parezca mentira, entonces ocurrían esas cosas".

Los barrios de Heliópolis y Bellavista son la infancia y primera juventud de Felipe González. En Bellavista tuvo su padre, Felipe González Helguera, una vaquería con ocho o diez bestias que permitían a la familia vivir con una modesta comodidad, la suficiente como para que el segundo de sus cuatro hijos estudiase en un colegio de curas, el Claret, al que acudían niños de una posición social más elevada. De aquellos años se conserva la foto de su curso de sexto de Bachillerato, en la que aparece un González con tupé y muy maqueado. "Felipe era muy coqueto y simpático. Era ligón, pero muy discreto, no presumía. Le gustaba la tertulia, contar chistes", recuerda Chaves. Con anterioridad a su matrimonio con Carmen Romero en el convento de Loreto, en Espartinas, tuvo una novia formal, la ya mencionada Concha Romero, de La Puebla del Río. Fue esta alumna del colegio Santo Ángel quien le presentó con 17 años a Luis Yáñez mucho antes de que ambos coincidiesen en unas reuniones de iniciación al socialismo en el modesto piso del Tardón donde vivía Alfonso Fernández, padre de Alfonso Fernández Malo y ex presidente de la Diputación de Jaén represaliado por el franquismo, quien sobrevivía gracias a su trabajo de administrativo en el garaje de San Vicente. "Fue una sorpresa encontrarme en el piso de Alfonso Fernández con Felipe", comenta Yáñez, "nunca habíamos hablado de política y menos de socialismo". El otro maestro político de González fue don Urbano Orad, el artillero republicano que participó en el asalto al Cuartel de la Montaña y que era propietario de una de las academias privadas más prestigiosas de Sevilla.

En estas reuniones en el Tardón, Felipe comenzó a tratar con un personaje con inquietudes intelectuales y fuertes convicciones socialistas: Alfonso Guerra. Sobre si hubo o no una verdadera amistad entre las dos personas que llevaron el timón del PSOE y de España durante años hay división de opiniones. Todos parecen coincidir en que ambos tenían una idea muy distinta de lo que debía ser el partido: González creía más en el liderazgo, Guerra en el aparato. Cada uno representó su papel hasta el final de sus días políticos.

Tras el colegio claretiano vendría el Preuniversitario en el Instituto San Isidoro y, finalmente, la experiencia universitaria en la antigua Facultad de Derecho (promoción 1958-1963). "Hay mucha gente en la ciudad que asegura haber pertenecido al curso de Felipe González ... Es imposible que fuésemos tantos", asegura con una fina sonrisa irónica Del Valle, quien sí formó parte del grupo de los elegidos. En las aulas de la antigua Fábrica de Tabacos, Felipe González dio desde el principio muestras de su singularidad. "No era como nosotros, hijos de profesionales que nunca habíamos trabajado y que no teníamos un duro. Él llegaba a la Facultad en vaqueros, con un Land-Rover cargado de cántaras con el que había estado repartiendo la leche de la vaquería. Trabajaba y tenía cierta independencia económica", recuerda Javier Pérez Royo, quien empezó a coincidir con él en los ambientes democristianos en torno al catedrático Manuel Giménez Fernández, un personaje "muy reaccionario, pero antifranquista". Como tantos en la época, Felipe González se inició en la conciencia política colaborando con la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) y su rama juvenil. Sin embargo, nadie recuerda que fuese una persona especialmente religiosa. "Como todos nosotros, estaba muy influenciado por el cristianismo, pero nunca le escuché hablar de religión, aunque era muy respetuoso con ésta, como lo sigue siendo ahora. Practicaba una especie de agnosticismo humanista". El cristianismo progresista resultó pronto insuficiente y, en 1962, se afilió a las Juventudes Socialistas para, dos años más tarde, incorporarse al PSOE, iniciando así una carrera política que le llevaría a ser el secretario general del partido en 1974 tras el congreso de Suresnes (Francia) con sólo 32 años.

Frente a lo que se suele pensar, Felipe González no fue un estudiante muy vinculado a la política universitaria. "No era de los más activos en las asambleas, prefería escuchar y reflexionar", comenta Chaves. Pérez Royo confirma esta impresión: "él sabía que la verdadera política estaba fuera de las aulas y ya en los años universitarios mostraba una profunda preocupación por el sindicalismo". Esta inquietud, muy vinculada a su trato con el mundo del trabajo desde muy joven, fue la que le llevó a especializarse en Derecho Laboral y a dar clases prácticas en la Universidad. Su alumno y después compañero de Departamento José Rodríguez de la Borbolla lo recuerda como un "buen profesor, que ayudaba a pensar".

Pero el Felipe González de entonces era ante todo un hombre de acción política al que las aulas se le quedaban chicas. Antes de fundar el legendario y ya mencionado despacho de Capitán Vigueras, que tuvo tres ubicaciones distintas en la misma calle, trabajó como pasante con José Rubín de Celis, para luego independizarse y montar su propio bufete junto a otros compañeros en Cabeza del Rey Don Pedro. Aquello no duró mucho. "Un día de junio de 1970 vino a mi despacho, me contó el proyecto del despacho de Capitán Vigueras y me ofreció unirme a él para llevar todos los asuntos que no fuesen laborales", comenta Manuel del Valle. Al poco tiempo, este bufete se convirtió en uno de los lugares de referencia para la política clandestina del tardofranquismo sevillano.

Felipe González dejó claro desde el principio que era un seductor. "Era un tipo envolvente, con mucho gancho personal y una gran capacidad para convencer", asegura Borbolla. Pérez Royo, por su parte, no le va a la zaga y lo califica como "muy atractivo en el trato personal", aunque recuerda cómo su amplio sentido del humor juvenil se le fue agriando con los años: "La responsabilidad pesa mucho". Esta capacidad de seducción lo convirtió en alguien casi temible ya que, como recuerda Del Valle, "era un peligro cuando lo tenías al lado y te quería convencer de algo". Un ejemplo: durante uno de los viajes clandestinos que realizaba a Francia en su Citroën Dyane 6 azul, González observó con entusiasmo como la gente jugaba a la petanca en las calles, por lo que compró un juego de bolas y consiguió que todos los del despacho echasen partidas en las aceras terrizas de Capitán Vigueras. "Sólo hubo una cosa de la que no nos convenció, de que nos fuésemos todos a vivir juntos a una comuna, algo parecido a un kibutz".

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