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Para que el triunfo cuente como 'fracaso'

M. Lasida

08 de junio 2015 - 05:02

"Prueba. Falla. No importa. Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor". Éstas son las palabras que observa Stan Wawrinka cada vez que golpea la raqueta. Es la inscripción que el tenista suizo lleva tatuada en su brazo, una cita atribuida al dramaturgo irlandés Samuel Beckett y que el consenso social pretende asociar a un gesto de humildad y perseverancia, virtudes de las que debe estar provisto cualquier tenista que pretenda no achicharrarse en las pistas de tenis, esas agrestes parameras devoradoras de mentes.

A Stanislas Wawrinka (Lausana, 1985) le está llegando tarde el éxito, un particular, sostienen quienes lo han paladeado, que resulta menos perjudicial que cuando sobreviene temprano. Tras 13 años como tenista profesional, sólo cuenta con dos títulos de Grand Slam: el Abierto de Australia (2014) y el Roland Garros recién finiquitado. El resto de triunfos, escasos, bien pueden considerarse como fracasos: ganó en Montecarlo el pasado año. Y paren de contar.

No comenzó con buen pie Wawrinka en el Roland Garros que acaba de adjudicarse. Fiel a su estilo de perdedor-ganador, el tenista se vio obligado a perder las formas para ganarse el respeto. La página oficial del torneo parisino difundió una noticia que refería unas palabras de su ex mujer. "Esto es un evento deportivo, tenis, y sólo debería hablarse de tenis, nada más. Lo publicado por la web es basura", se despachó a gusto el suizo, tan agotado de la crónica (rosa) de sociedad referente a sus devaneos familiares como de los restos de arcilla que aumentan el peso de las zapatillas durante los torneos de tierra batida. Era el preámbulo de la historia de un hombre cansado cuando nadie preveía que acabaría ganando el segundo gran título de su ya amplia deportiva. Antes, en París, jamás había pasado de los cuartos.

Nadie creía en él. Él sí, a su manera, sabiendo que debía "fracasar mejor". El favorito, de lejos, era Djokovic, por quien las casas de apuestas no daban ni calderilla de latón. De las 18 veces que se había enfrentado al número uno serbio, sólo una vez se había decantado el encuentro de su lado. Las estadísticas también jugaban en su contra en los cuartos de final. 18 veces había jugado contra Federer y 16 que había salido como perdedor. Pero a Wawrinka perder, fracasar, es tan importante como triunfar. Es ese valor de las derrotas que tanta importancia le otorgan los fracasados.

No era, en cualquier caso, la primera vez en la que alzaba los puños en Francia. En 2003 conquistó el torneo en su modalidad júnior en París, ciudad donde murió Samuel Beckett para honra de la capital gala, que ha quedado atada de por vida al tenista suizo, tan atado como un tatuaje, tan sellado como esas virtudes sin las que no sobreviviría un tenista profesional. Por mucho que pierda. O gane.

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