Ruiz-Mateos, del infierno terrenal al descanso eterno
Opinión
NO sería correcto expresarme en términos negativos de quien acaba de fallecer. Ni deshacerme en halagos llenos de exageraciones, ahora que el finado no te va a leer. Para una cosa y para la otra ha habido tiempo en la vida y si no se hizo, mejor olvidar. Pero no por ello, y a petición del medio, debe uno callar ante la desaparición de un hombre tan discutido, tan criticado, tan ensalzado y tan provocador como José María Ruiz-Mateos, que lo fue casi todo en el mundo de la empresa en España y ha muerto tan vituperado y olvidado por esa legión de aduladores que durante más de cincuenta años vivieron, de alguna manera, a su costa.
Habrá regueros de tinta que nos hablen de su religiosidad, de su sentido cristiano de la vida, de su sentido de la familia, de su obsesión por el trabajo y de cientos de virtudes que le acompañaron en sus años de plenitud. Como habrá quienes no se cansen de contarnos el 'bluf' que fue toda la vida profesional de Ruiz-Mateos, que acabó destruyéndose como un castillo de naipes y que a día de hoy nadie sabe a ciencia cierta cuál es su herencia, si la hay y si lo único que deja a los suyos son deudas y un nombre en absoluto desprestigio.
He de decir que pasé siete de mis mejores años de vida profesional bajo su mando. Y de él y de su equipo aprendí mucho y bien. Era la mejor Universidad que la profesión me pudo ofrecer y desarrollé mi tarea con entusiasmo, dedicación y entera satisfacción, con libertad e identificación con los objetivos públicos que Rumasa pregonaba. Fueron los mejores años de mi vida. Después pasó lo que pasó y el Estado expropió una obra que no estaba regularizada del todo y que no encontró, a lo largo de los años, un juez, un tribunal o un organismo solvente que nos dijera cuáles eran de verdad sus agujeros negros y la justificación de tan importante fechoría. Y don José María, sin nadie verdaderamente solvente que le acompañara en la salida de aquella locura, se hundió en la creación y desarrollo de la Nueva Rumasa, un monstruo agigantado comparado con la anterior, donde la pirámide financiera no tenía la más mínima solvencia. Ni sus empresas eran rentables, ni sus negocios florecientes, para acabar en una rueda de prensa patética, echándole la culpa a Botín por no facilitarle los créditos para solventar el agujero que iba creando con sus acreedores, avaros pero de buena fe.
Seguramente habrá que referirse a la antigua Rumasa como una empresa casi ejemplar, con ciertas ligerezas acusadas de paternalismo, pero en la que se trabajó con corrección, dedicación, entusiasmo y posibilidades de desarrollo, que hizo muchísimo por Jerez, creando puestos de trabajo a mansalva y desarrollando una clase media jerezana que hasta la llegada de Ruiz-Mateos no existía. Hubo quien se aprovechó de la expropiación y hubo quien le dejó al albur de sus tropelías, para engrosar sus propias economías. Pero no es ahora el momento de enjuiciar la historia reciente sino más bien de dejar constancia de que don José María, con mi adelantado respeto, no se gastó el dinero en asuntos personales, o fincas de recreo, o grandes yates, o en lo que se aprecia del 'yuperío' actual con esas cantidades de latrocinios e indemnizaciones como las que vemos.
Él sabía de ello, conocía el submundo del capitalismo, conocía el entresijo de las grandes cacerías, sabía de las corruptelas que de siempre han acompañado a las grandes fortunas. Y no quiso ser de ellos. Pero eligió el camino equivocado de la autorregulación. "La ley funciona poco y mal, haré la mía". Y también se equivocó. Porque no se podía saltar a los inspectores del Banco de España, ni a los inspectores de Hacienda, ni a los ejecutivos del Fondo de Garantías de Depósitos, ni podía mantener Rumasa con fondos de los propios bancos del Grupo por valor de trescientos setenta y cinco mil millones de pesetas (fuentes del Banco de España), ni podía enfrentarse al primer gobierno socialista que había ganado por mayoría, ni tenía soporte legal para todo ello.
Ya se escribirá la historia de un personaje tan entrañable como poco amigo de la legalidad. Ni Boyer le tenía manía, ni Botín le tuvo nunca miedo ni respeto. José María se nos ha ido de su propio infierno terrenal, en el que sufrió e hizo sufrir a familiares y amigos, donde no supo, o no quiso, sujetarse a la ley de los hombres. Siempre recurría a los favores del Altísimo, como si éste le diera un trato especial. Ahora descansará en la eternidad en el favor de los que le quisieron y con la condena de los perjudicados.
* Jefe de Prensa y de Relaciones con los Medios del Grupo Rumasa. Enero 1978/ mayo 1984.
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