Los políticos no son necesariamente buenas personas
La evidencia empírica nos indica que la búsqueda de bien común queda como un objetivo secundario en la ordenación de prioridades de las decisiones políticas
Todos lo sabemos, pero nunca se ha tenido tan claro como ahora. La idea dominante entre la población hace un siglo era que la clase política estaba integrada, salvo excepciones, por ciudadanos nobles y honestos que habían decidido dedicar su vida a trabajar por el bien común, es decir, por los demás. Una visión demasiado ingenua para ser cierta, sobre todo si la analizamos con una perspectiva actual y conociendo los pingues beneficios de la cercanía al poder a lo largo de la historia.
A mediados del pasado siglo la ciencia política adoptó los postulados de la teoría económica de la elección racional, dando lugar a un cambio radical en la percepción del mecanismo que mueve las decisiones políticas. Eran tiempos de fuerte ebullición política y social alimentados por la guerra fría, con dos conceptos sobre la intervención pública abiertamente enfrentados. Por un lado el plan, que desde posiciones socialdemócratas defendía el papel de la política en la dirección de la economía. Por otro, la defensa del mercado desde posiciones liberales, que limitaba la intervención del sector público en la economía a la corrección de los denominados “fallos de mercado”. Ambos enfoques chocaron de frente con el desarrollo de la teoría de la elección racional.
El supuesto básico es que los individuos son egoístas y realizan sus elecciones de acuerdo con sus preferencias o prioridades, que difieren entre unos y otros. Elegimos lo que más nos conviene, procurando maximizar la utilidad y el beneficio esperado de la elección realizada y minimizar el riesgo y los costes asociados a la misma. Una de las variantes en el desarrollo de la teoría se debió a K. Arrow, Premio Nobel de Economía en 1972, quien se interesó por la posibilidad de construir un modelo de preferencias colectivas mediante la agregación de las individuales. El objetivo era de un tremendo interés político porque permitiría resolver el problema de la elección pública desde una perspectiva absolutamente racional. Desgraciadamente sus investigaciones concluyeron en el denominado Teorema de la Imposibilidad, que viene a señalar que si existen tres o más alternativas, dicha agregación es imposible.
Arrow echó por tierra la idea de que el estado estaría en condiciones de recoger la voluntad popular en el plan y realizar una ordenación consistente de las preferencias individuales para obtener un a función de preferencias sociales, pero también demostró que el mercado sería incapaz de realizarlo, sin violentar principios básicos de equidad y racionalidad. La teoría de la elección pública (Public Choice) estaba preparando su aparición en escena desmontando la percepción de que toda forma de intervención política estaba inspirada en la bondad del gobernante y en la persecución del bien común.
El político también es egoísta y racional y persigue, como el consumidor, maximizar beneficios y minimizar costes, de manera que sus decisiones no están inspiradas en la búsqueda del bien común, sino en la maximización del voto o del presupuesto y en la permanencia o el asalto al poder. La teoría de la elección pública desnuda por completo al político de sus ropajes de dignidad, hasta el punto de permitirnos entender como la mentira y el insulto puedan resultar monedas de uso corriente y valor creciente en las relaciones políticas actuales. La elección de Trump en las elecciones estadounidenses apunta a que ni siquiera la ética o la honestidad, que se suponen principios de elevada valoración en la escala de preferencias del votante, resultan imprescindibles en el perfil del político maximizador de votos.
La evidencia empírica nos indica que la búsqueda de bien común queda como un objetivo secundario en la ordenación de prioridades de las decisiones políticas, lo que se interpreta como un “fallo de estado” que debe ser reparado, no mediante la intervención política en la economía para corregir los “fallos de mercado”, sino mediante el establecimiento de límites a la discrecionalidad política. El mecanismo es el desarrollo de un tejido institucional potente e independiente.
La nueva economía institucional es el último eslabón en nuestro recorrido. Se trata de un área relativamente reciente de la economía que ganado impulso con la concesión del Premio Nobel de Economía de 2024 a Acemoglu y Robinson y que refuerza la comunicación bidireccional entre la política y la economía. Sostienen que las instituciones son importantes y hay que estudiarlas porque de su funcionamiento depende la prosperidad o decadencia de los países.
La parte más vistosa de su argumentario es la distinción entre instituciones inclusivas y extractivas o excluyentes, señalando que las primeras incentivan el esfuerzo y la capacitación como mecanismo de progreso social, mientras que la segundas son opacas y conceden prevalencia al corporativismo y la pertenencia al grupo de interés, es decir, al enchufe frente al mérito. Las sociedades donde predominan las instituciones inclusivas tienden a prosperar frente a la decadencia de aquellas otras donde prevalecen las extractivas.
Puesto que las primeras se identifican con las sociedades democráticas, cabe deducir que cuando las instituciones son intervenidas por el poder político, afectando a su independencia y a la calidad del sistema institucional en su conjunto, también se deteriora la fortaleza de la democracia. Esta afirmación es consistente con los postulados de la nueva economía institucional, pero deja en el aire dos aparentes contradicciones por resolver.
La primera es la dificultad de explicar el extraordinario progreso de la economía china durante las tres últimas décadas, pese a la naturaleza profundamente extractiva de su tejido institucional. La segunda, que siendo los partidos políticos pieza angular del sistema democrático occidental, sean tipificados como organizaciones de marcado carácter extractivo, dada su tendencia natural a la intervención de las instituciones.
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