Manuela y Francisco
Doble fondo
LA sonrisa de un niño no tiene precio. Tiempo tendrá de tejer con ella complicidades, seducciones, condescendencias, cinismos o cualquiera de las muchas opciones que brinda un rostro risueño de cara a la galería. Pero mientras llega el caso y la sonrisa sea sinónimo de inocencia y candidez, de un dichoso instante, nadie tiene derecho a ensuciarla y mucho menos haciendo alarde de violencia doctrinaria, como esos mentecatos contratados por el Ayuntamiento de Madrid para un espectáculo callejero, que lo dieron.
La sufrida alcaldesa está rodeada de una tropa con la que no gana para disgustos y que más parece encargada de soslayar su gestión social y hacerle la cama que de colaborar con Manuela Carmena en hacer de la capital de España un lugar habitable también para los más vulnerables. Su ambiciosa agenda social parece condenada a un segundo plano entre la luz de gas sobre sus políticas y los destellos de otras cuestiones más banales pero de facilona repercusión. La última boutade de su equipo de Cultura obligará al Ayuntamiento de Madrid a reponer la placa de homenaje a ocho beatos carmelitas fusilados en la Guerra Civil que fue retirada el pasado viernes del cementerio parroquial de Carabanchel Bajo tras asumir que su eliminación se produjo a causa de un "error interno".
Francisco Umbral, uno de los grandes renovadores de la lengua castellana, con ese estilo tan complejo y rico en metáforas que lo hace intraducible a otros idiomas, cuelga burdamente del imaginario colectivo a rastras de su encendido alegato a Mercedes Milá, "yo he venido a hablar de mi libro". Lo que demuestra que el Santo Oficio pervive en este país de inquisidores y envidiosos, siempre prestos a ridiculizar y devaluar, a comerte la ficha y la moral. Don Francisco tiraba los libros que consideraba malos a la piscina. La tenía a rebosar. Ahí hubiera tirado por ende a ese par de titiriteros que le han dado el carnaval a doña Manuela. Los inquisidores también se mojan y los mandan al trullo.
Esperemos que Carmena se sobreponga y no acabe entre escombros de anécdotas como Umbral. Lo tendría más fácil a poco que a los apóstoles de la nueva política les costara menos dimitir al patinar.
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