Al químico se le acabó la química

la renovación del psoe | adiós a una figura emblemática

Rubalcaba vuelve a sus clases después de veinte años en la primera línea de la política haciendo alarde de supervivencia y sentido común

Roberto Pareja Sevilla

27 de junio 2014 - 05:05

Más que incombustible, a más de uno le parecía -y se le habrá hecho- eterno. Alfredo Pérez Rubalcaba (Solares, Cantabria, 1951) formaba parte del paisaje del Congreso de los Diputados desde hace 21 años y ayer puso en valor eso de que el roce hace el cariño al recibir una ovación de casi un minuto, como un rey, de buena parte de los parlamentarios del hemiciclo. Y eso que sus rivales pocas veces, en su inmensa mayoría, han sido capaces de doblegar a ese rayo que no cesa de singular y bien amueblada cabeza, muy propia de un doctor en Química orgánica.

El rayo que no ha cesado hasta ayer viene brillando con luz propia en el firmamento político desde los Gobiernos de Felipe González, sorteando en calidad de portavoz tormentas perfectas como la del caso GAL o los sonados casos de corrupción que mancillaron la última etapa del felipismo (Filesa, Guerra, fondos reservados, Ibercorp, Roldán, etc.) sin perder nunca el tono ni el norte, con ese puño de hierro en guante de seda de una figura que, según sus detractores, maniobra igual de bien que un gato, sin tropezarse, en la oscuridad.

En sus tiempos mozos se convirtió en campeón universitario de los cien metros lisos -con una marca nada desdeñable de 10,9 segundos-, pero una ¿inoportuna? lesión lo alejó de las pistas. Con sus sprints aparcados en la memoria, se convirtió en todo un corredor de fondo. Lleva desde hace 40 años el carné del PSOE en el bolsillo, donde también supo meterse luego a Jose Luis Rodríguez Zapatero. Pese a que apoyó a José Bono en las primarias de 2000, Rubalcaba se ganó la confianza del inopinadamente victorioso dirigente leonés, que sin rencores incluyó al que había sido portavoz en el Congreso durante la travesía del desierto de la oposición (1996-2004) primero en el Comité federal del partido y luego en el electoral, convirtiéndose en pieza clave de la gestión de las añagazas sobre el 11-M. "Los ciudadanos españoles se merecen un Gobierno que no les mienta, un Gobierno que les diga siempre la verdad", fue una de las frases lapidarias que hicieron química con el electorado a mayor gloria de la reputación de Rubalcaba como fino estratega.

Hijo de un piloto de Iberia del bando nacional, aquel niño que se buscaba la vida como monaguillo en el Convento de las Carmelitas Descalzas de El Escorial siguió volando alto con Zapatero sobre las sinuosidades del poder. Con probada experiencia en la lucha antiterrorista (fue interlocutor socialista con el Gobierno de Aznar durante la tregua de 1998 y engrosó la delegación del PSOE que acordó con el PP en 2000 el Pacto por las Libertades), se convirtió en 2006 en ministro del Interior, gestionando ese alto el fuego que ETA decretó el 22 de marzo y que saltó por los aires en la T4. Durante la segunda legislatura de Zapatero se convirtió en su mano derecha. Otra vez la química del químico. No sólo se mantuvo al frente de Interior sino que además ganó más galones como vicepresidente primero y portavoz del Gobierno. Y pudo celebrar el cese de la violencia etarra, uno de sus grandes timbres de gloria, aunque nunca se ha puesto medallas estridentes al respecto de una de las páginas más brillantes de la historia de España: la claudicación definitiva de la organización terrorista. Además, para entonces (20 de octubre de 2011) ya se había convertido en candidato a la presidencia del Gobierno de un partido en franca descomposición.

Apechugaba sin complejos con un descomunal marrón después de que Zapatero hubiera hecho jirones el programa del PSOE, devorado por la crisis que no quiso ni supo ver. Y cosechó el peor resultado de la historia del PSOE en unas elecciones generales. Pero no se arredró. Tres meses después, en febrero de 2012, este hombre de gesto cordial y sonrisa franca tomaba las riendas del atribulado Partido Socialista en el congreso de Sevilla imponiéndose por un puñado de votos, 22, a otra figura que también se antoja incombustible, aunque resulte más guadianesca y menos consistente, Carme Chacón.

El del PSC es precisamente uno de los numerosos fuegos que ha sabido sofocar Rubalcaba, cuando supo convencer a los compañeros catalanes de la necesidad de bajar el pie del acelerardor en la redacción del Estatut acomodando el trepidante frenesí soberanista al ritmo pausado que impone la Constitución. Como ha hecho recientemente apaciguando los fervores republicanos del PSOE que puso en ebullición la abdicación del Rey.

Una semana antes le había llegado el segundo bofetón electoral. En las elecciones europeas. Fue demasiado. Anunció la convocatoria de un congreso extraordinario para que el socialismo se dotara de un liderazgo renovado y se descartaba para competir en las primarias que deberán designar un candidato a la Presdiencia del Gobierno. Uno de los pocos cargos que no ocupado. El químico ha sabido disolver conflictos y resolver situaciones complejas, pero no ha dado con la fórmula para que el PSOE se reconcilie con sus votantes.

Rubalcaba se marcha. Y el PSOE echará de menos su mano izquierda y su capacidad de negociación y seducción. Aún no se sabe cuánto. Da una idea el reconocimiento que le tributó ayer el Congreso a ese químico de la vieja escuela, que sólo hace experimentos con gaseosa.

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