Eduardo Guerrero, de Jesucristo a Superstar

El Festival de Jerez ha acogido el estreno absoluto de ‘El manto y su ojo’, nueva propuesta del bailaor gaditano Eduardo Guerrero con música de Pino Losado y Luis de Perikín

Eduardo Guerrero estrena 'El manto y su ojo' en el Festival de Jerez
Eduardo Guerrero estrena 'El manto y su ojo' en el Festival de Jerez / Vanesa Lobo
Valeria Reyes Soto

03 de marzo 2025 - 04:20

De ver El manto y su ojo se sale como se salen de las pesadillas, con una sensación incomprensible de angustia y con cierto gusto de despertar y volver a la realidad. Un espectáculo de pasajes inconexos pero extrañamente absorbentes. Una gran virtud de esta obra es que es capaz de llevar a escena la sensación de irrealidad y desasosiego que se viven algunas noches en las que el inconsciente profundo atrapa realidades inconexas, mezclando todo tipo de situaciones con personas y objetos que aparentemente están en las antípodas.

El manto y su ojo tiene un principio puramente cinematográfico, que recuerda a las primeras películas de Georges Méliès, precursor en aplicar los primeros efectos especiales del cine. Las luces directas sobre el patio de butacas, una subida progresiva del puente de iluminación, bambalinas que se entremezclan con los focos, y en medio de la escena, una coral de mujeres. Este grupo desvela a un Eduardo Guerrero que se presenta en una postura invertida y una especie de paño de pureza, con el torso desnudo y el pelo suelto. Es aquí cuando sucede uno de los mejores momentos de esta obra, con efectos ilusionistas realizados con una ejecución milimétrica. Es así, en una de estas transiciones mágicas cuando aparece y desaparece de escena el guitarrista Pino Losada, sin duda uno de los grandes aciertos de El manto y su ojo.

Es en este juego visual cuando las cantaoras aparecen caracterizadas de las cobijadas, el antiguo traje tradicional de las mujeres vejeriegas, compuesto por unas enaguas blancas y saya y manto negro cubriendo todo el cuerpo y dejando ver un solo ojo. Eduardo Guerrero comienza un baile de enorme belleza corporal y en el que parece escenificar una pesadilla de la que no se puede salir aunque la conciencia quiera despertar. La danza contemporánea de Guerrero resulta aquí sobrecogedora, con un imponente físico que sabe modular para hacerse agua y fundirse con el suelo. Como buena pesadilla, aparecen elementos discordantes, como una hoja de lechuga y un móvil con el que se hace un selfie, haciendo un buen guiño a los tiempos actuales de inmediatez y vanidad aunque sea en mitad de un caos. El baile de Eduardo Guerrero me resulta mucho más interesante en esta propuesta que en otras anteriores, con más matices y nuevos registros.

Las voces de Anabel Rivera, Felipa del Moreno, Julia Acosta, Pilar Sierra, Rosario Heredia, Samara Montañez forman una conjunto que por estética, acompañamiento y desempeño en la obra me llevan a referencias muy actuales, como es la guitarra coral de Yerai Cortés. La composición musical de la obra está firmada por Pino Losada y Luis de Perikin, el que por cierto acaba teniendo un cameo en la recta final, pero a eso llegaremos después. Tras esta apertura de gran impacto visual, con un espacio sonoro muy potente creado por Bruno Gonzáles, empiezan a suceder cosas de difícil cohesión interna, lo cual parece una decisión premeditada y consciente. Vemos cantes folclóricos de la mano de las cobijadas y otras piezas en las que se despliega la vertiente más flamenca de Eduardo Guerrero. Una de las cantaoras recita un texto de gran abstracción que de manera intencionada pretende descolocar al público. Tan conscientes son de ello que al final dice, con un claro sarcasmo, que puede volver a repetirlo. La obra sigue discurriendo y la atmósfera del principio se diluye y se pierde, y es aquí cuando sucede el primer final de la obra. Eduardo Guerrero despierta de la pesadilla. Baja el telón, se encienden las luces y el bailaor baja al patio de butacas, iniciando una especie de improvisación performática con el público. El cameo de Luis de Perikin tiene lugar, con un cante que arranca de nuevo el baile de Guerrero. Guerrero ahora se convierte en superstar.

Es entonces cuando se empieza a intuir el falso final y la obra vuelve a comenzar, hilando de nuevo con la atmósfera del principio. Este umbral del sueño se estira y ya no se distingue qué es sueño y qué es realidad. Las cobijadas ahora se desprenden del manto y con un sudario envuelven a Eduardo Guerrero, que esta vez viste de chándal y chaqueta de lentejuelas. Curiosamente El manto y su ojo guarda ciertos paralelismos con otras obras vistas en esta edición: de Lucía La Piñona la interacción con el público y la improvisación (o no) del artista; de Mercedes de Córdoba la sensación de jugar con los finales y de Manuel Liñán las transiciones de cante y baile de todos los integrantes presentes en la escena, además del uso de una tela como elemento coreográfico. Eduardo Guerrero acaba sobre una tarima, y con una chaquetilla verde y acompañado de una magnífica guitarra de Pino Losada, vuelve a bailar. Tercer y último final de esta obra. La música suena con aires de techno y rave. Y ahora sí, la pesadilla termina, con la sensación de haber despertado con aturdimiento y cierta resaca. Una propuesta desconcertante y extraña, incomprensible pero evocadora. Más interesante que gustosa, con una música, guitarra y diseño de iluminación que aportan mucho a este sueño de Eduardo Guerrero.

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