El mensaje imperecedero del Cabrero
XXIV Festival de Jerez

La vuelta a Jerez de José Domínguez ‘El Cabrero’ no ha pasado desapercibida para sus fieles adeptos colgando el cartel de entradas agotadas semanas antes de la celebración del concierto. El Festival inauguró en la madrugada del viernes al sábado el ciclo ‘De la Raíz’ en la bodega González Byass, lugar de sobrado encanto que aportó recogimiento en el encuentro con el cantaor. El público estuvo formado tanto por extranjeros como por aficionados locales, incluso de pueblos aledaños a la ciudad, y muchos de ellos gritaban con familiaridad con el fin de animar a José que, tras dar las buenas noches, admitió estar “resfriado”. Pero eso nada importó porque su voz sigue gozando de fuerza y vitalidad, su garganta sigue siendo una flecha caliente.
Llegó con su recital ‘Ni rienda ni jierro encima’, con el que culmina su obra en esta gira de despedida. Si bien es cierto que el paso del tiempo ha castigado parte de su robustez, su mensaje sigue siendo el de siempre pues, al finalizar el recital, consigues entender cuál es la diferencia entre lo efímero y lo imperecedero. José mantiene la defensa de sus principios, el compromiso social con el que siempre se identificó. Su sombrero es más que un símbolo para tantos que han visto en él y en su cante el reflejo de las fatigas, la opresión de la clase alta, política y empoderada, frente a los ignorados oprimidos.
Es por ello que lejos de las modas temporales, su relato sigue teniendo vigencia en un mundo en el que, según sus letras, no existen ni la igualdad y ni la justicia. El pañuelo rojo de su cuello suscita rebeldía, esa de la que siempre ha hecho gala durante décadas de constante reivindicación a partir de un perfil contestatario. “Yo he sido todoterreno y ahora os pido perdón por si sufro un resbalón”, dijo antes de calentarse por soleá de Alcalá. Valiente en la ejecución, subió hasta arriba del precipicio en los estilos de Triana tirándose hasta la tierra amada. Él es más de tierra que de cielo y reniega contundentemente de lo onírico acercándose al realismo más puro y más duro.
A la guitarra estuvo Manuel Herrera, imprimiéndole al toque un compás continuo y discreto. Por bulerías se introdujo en el soneto ‘La Lluvia’, de José Luis Borges, con ese grito particular en defensa de la madre naturaleza, y en ‘Orejano’, del argentino Horacio Guarany, despreciando el sistema económico instalado por los tiempos. Se encontró a gusto en el terreno de la serrana y liviana que pudo ser de lo mejor de la noche. También estuvo firme en la seguiriya del Loco Mateo, en la versión de Juan Talega.
Descaradamente disconforme con la frivolidad social, se terminó de explayar por fandangos, en los que se crece sobremanera. A más de un católico pudo haberle dado algo, aunque todo el que va a escucharlo sabe lo que puede encontrarse. De hecho, esa es su intención: no dejar indiferente. A Garany recurrió de nuevo más tarde con ‘Cantatas del prisionero’, y a Alberto Cortéz con “la mitad” de ‘Amor mío’. Se despidió volviendo al campo con ‘Semblanza al macho montés’, entre aplausos, y la admiración y el cariño de todos los que lo siguen casi sin pedir nada a cambio. La autenticidad de su alma lo hace libre y admirable porque nunca, sobre todo cuando la cosa estaba más dura, pudieron cerrarle la boca. Ahí está su grandeza.
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