Complejos de indignidad
A tiza
De lo peor que le puede pasar a un país es que crea ser lo que no es, que pisa firme donde sólo hay vacío, que se sienta seguro donde la inseguridad le acecha. A España le pasa mucho esto, porque vive ilusamente de declaraciones grandilocuentes, empezando por la Constitución, que no son más que papel mojado, peligros de nuestros caminos como el de Caperucita con el lobo entre los árboles del bosque.
Ya se ha visto de sobra que ni los españoles somos iguales ante la Ley, ni que los jueces la apliquen, por pillar dos mentiras gravísimas al vuelo. Pero es que también resulta falso que ya no haya censura. No está abolida. La tijera franquista ha pasado a otras manos en esta dictadura de ahora que avanza con camuflajes de democracia.
Tan implantada está la censura, que ni siquiera hace falta pasar por los recortes de nadie ni de ninguna Junta Superior, como le pasaba al cine. No hay que someter la ficción cinematográfica o literaria a los criterios de un organismo. La vida misma y real, nuestra propiedad intelectual más espontánea y natural, tiene bastante con nosotros mismos para encontrarse ya, de golpe, con el primer censor. Es lo que se viene llamando la autocensura, que no es otra que el miedo a nuestra sinceridad. El filtro empieza en nosotros. Nos reprimimos antes de que nos repriman. Nos callamos antes de que nos amordacen. Mentimos antes de que por decir la verdad nos corten la cabeza. La opinión pública o periodística encuentra el muro de cuanto se ha dado en calificar como lo políticamente correcto. Y fuera de los límites establecidos, empieza el amplio territorio mental de los complejos.
La derecha española en especial sabe mucho de ese padecimiento. Llenar y desbordar la madrileña Plaza de Colón ha dado las fotos -incluso manipuladas, por lo tanto censuradas- de una liberación colectiva. Y el efecto multiplicador de la televisión está extendiendo la imagen de un clamor harto de haber sido silencio. Por eso millones de personas empiezan a sacudirse, con la tranquilidad de que fuera polvo, las etiquetas de la izquierda que les llama fachas y ultras. Se está poniendo fin a un complejo de indignidad de muchos años, largos años de imposiciones ideológicas del PSOE y sus vecinos. Se está defendiendo la dignidad de todo pensamiento. Y sobre todo, se está protegiendo su cauce legal, sin las exclusiones que la Constitución no ampara.
Y en el caso de las banderas de España, ya no habitan en la avergonzada y acomplejada guarida de la que sólo se atrevían a salir en los mundiales de fútbol.
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