Entre el Arenal y la Plazuela

Jerez en el recuerdo

Sus numerosas estrechas calles de suaves curvas le imprimen a San Miguel un parecido aspecto, misterioso y profundo al de las viejas collaciones de intramuros

Entre el Arenal y la Plazuela
Entre el Arenal y la Plazuela

ERA una tarde gris de un día cualquiera de finales de otoño. Cogí mi paraguas por si acaso los negros nubarrones que auguraban bendecir con su lluvia nuestras sedientas tierras dejaran caer su vivificador elemento. Así me dispuse a caminar por el embrujo de uno de los más señeros y enjundiosos barrios de Jerez, San Miguel. Un populoso arrabal que en tiempos pasados llegó a tener más habitantes que todo el resto de la ciudad. Un barrio jerezano en el que nunca habitaron los moros, a pesar de ello con sólo pasear por sus calles descubrimos que nos salió agareno. Y es que sus numerosas estrechas calles de suaves curvas le imprimen a San Miguel un parecido aspecto, misterioso y profundo al de las viejas collaciones de intramuros.

Desde el Arenal subí la suave pendiente por la que discurre la calle que conduce directamente hasta la recoleta plaza donde se alza el monumento más bello que los jerezanos quisieron levantar al Altísimo: el templo de San Miguel. En tiempos muy lejanos existió allí una pequeña ermita a la que el rey Alfonso XI le concedió en 1344 el rango de parroquia, aunque si bien no sería hasta el año 1488 cuando se tendrá constancia documentada del primer bautismo celebrado en la misma. El majestuoso templo que ahora se alza comenzó a construirse en el último cuarto del siglo XV acabándose un siglo después. Su monumental y artística torre-fachada fue obra de un alarife nacido en este mismo barrio, Diego Moreno Meléndez, iniciándose su construcción en 1675 y concluyendo las obras veintisiete años más tarde.

El templo de San Miguel es el alma de su barrio, todo gira en torno a él. Es como la cabeza de un cuerpo, cuyas extremidades se extienden hasta la Plazuela. La izquierda de manos enseñoreadas en hermosas casas-palacio que un día edificaran hacendadas familias. La otra, la diestra, acaricia un sinfín de alegres callejas de encaladas paredes, verdes rejas y patios floridos, cuna de la más pura esencia jerezana.

La espina dorsal del barrio de San Miguel es la calle Barja enlazada con Empedrada por la esbelta cintura de la Cruz Vieja. Preciosa calle la primera en la que, en su número 5, viviera allá por el siglo XIX un acomodado industrial llamado Diego Parada y León cuyos cinco hijos varones destacaron en el campo de las letras, la jurisprudencia, la medicina y las artes. De todos ellos, el ilustre médico y escritor Diego Ignacio Parada y Barreto brilló con luz propia y tanto su vida como su obra quedaron inscritas en las páginas de la historia. Siguiendo por esta calle Barja llegué al mismísimo corazón del barrio, la Cruz Vieja, tan vieja que ya existía en ese lugar una cruz cuando sólo era un despoblado a las afueras de la ciudad amurallada. Antes, en la encrucijada llamada de Antón Daza, me detuve ante el busto en bronce que mira hacia la calle que llevó el nombre de Ramón de Cala. La historia conoce a este personaje como un destacado político revolucionario en los tiempos de la Revolución del 68 que destronó a Isabel II y condujo al advenimiento de la Primera República Española. Abogado, escritor, senador, obrero del ferrocarril y, por demás, poeta, soñador y caballero andante, que llegó a permitirse el lujo de rechazar una herencia porque algún tiempo después de la fecha del testamento mediaron agravios entre él y el testador rompiendo su amistad. Y que por rechazar, fiel a sus principios, este ilustre jerezano rechazó hasta una cartera ministerial, terminando sus días como obrero del ferrocarril. El nombre de Ramón de Cala estuvo fijado en la plaza con placas azules de porcelana durante más de tres cuartos de siglo, sobreviviendo las mismas a monarquías, repúblicas, guerras y dictaduras, hasta que en el año 1980 el nuevo Ayuntamiento democrático las quitó de su lugar.

Contemplando el poco afortunado, a mi entender, monumento a nuestra inmortal artista Lola Flores que preside La Cruz Vieja, dirigí la mirada hacia la blanca calle de Molineros. Inmediatamente recordé a un gran poeta jerezano que fue premio Nacional de Literatura y catedrático de Lengua Española en la Universidad de Salamanca que en esa calle nació en 1915, fue el insigne poeta Juan Ruiz Peña. Tras muchos años de ausencia de esta su ciudad natal, el destino hizo que nos visitara dos días antes de su muerte, y en 1992, dos días después que la Real Academia Jerezana de San Dionisio le tributara un cariñoso homenaje, marchó a Sevilla para visitar la Expo-92 donde falleció inesperadamente.

Pero La Cruz Vieja es mucho más que una plaza. Es cada Viernes Santo templo bajo bóveda estrellada del Cristo de la Expiración y de la Esperanza de la Yedra. En mis recuerdos quedaron aquellos inefables Manolo y Paco Alzola, creadores del que fue genuino Bar Maypa donde siempre se hablaba del Cristo y pocas veces de fútbol y que cerró definitivamente sus puertas el 2 de enero del pasado año. La Peña Colchonera en la que se hablaba de fútbol y también del Cristo. O la droguería Galván donde hubiera ido Montenegro de haber coincidido en el tiempo a comprar óleos y pinceles para plasmar el Jerez de los años veinte.

Como mudo anhelo olvidado por esa infinita página que es el tiempo, uno de los más notables ejemplos de arquitectura civil del siglo XVIII existentes en nuestra ciudad, el maltratado y abandonado palacio de Manuel María Panés González de Quijano Pavón y Fuentes de Vizarrón, aquel marqués que tantos desvelos tuvo por el fomento de la cultura y economía jerezanas, que con sus proyectos, esperanzas e ilusiones se adelantó a su tiempo en una visión de futuro para la ciudad que los malos tiempos no dejaron florecer. Cruz Vieja, testigo mudo del paso de los mejores carruajes y caballos de la época que en las cocheras del marqués se guardaban con esmero, sin olvidar los más de seis mil volúmenes de su biblioteca, la mejor y más completa que se hubo conocido en toda la comarca. Expoliada primero por los franceses y como trágico final tragada por el Mediterráneo en 1828 en el naufragio de una goleta que la transportaba a Génova tras la muerte de su propietario.

La parte del palacio de Villapanés que asoma a la Cruz Vieja fue restaurada hace dos décadas para convertirse en centro docente dependiente de la Universidad de San Pablo, hoy ya sin uso. Ello me indujo a recordar los trabajos de mi buen amigo y compañero en el C.E.H.J. Juan Luis Sánchez Villanueva, para decir que durante el segundo tercio del siglo XIX este edificio albergó una escuela denominada de 'Estudios Mutuos' inspirada en el sistema 'lancasteriano' en la que recibían enseñanza unos trescientos niños y jóvenes. Parte del palacio, el que asoma a calle Empedrada, quizás la zona más noble, a duras penas se mantiene de pie esperando una restauración siempre anunciada y nunca llegada. En alguna ocasión pude asomarme a su interior y quedar asombrado al contemplar su gran escalera regia, sus artísticos artesonados y sus deteriorados frescos que todavía revelan muy a las claras su pasado esplendor. Como muchos recordarán su último destino lo fue como casa-cuartel de una sección de caballería de la Guardia Civil y en su planta baja se encontraban las cuadras. Ojalá que en un tiempo no muy lejano este histórico palacio quede rehabilitado en su totalidad y su triste y abandonado aspecto quede en la memoria de los jerezanos como un mal sueño.

El pasado de la Cruz Vieja como zona noble de la ciudad también se ve reflejada en otras edificaciones que demuestran la elevada clase social de sus antiguos moradores. Son las casas-palacio convertidas en casas de vecindad marcadas con los números 13, 15 y 17, ejemplos notables de la arquitectura civil del siglo XVII atribuidas a la mano del célebre arquitecto Antón Martín Calafate.

Tras mi parada en Cruz Vieja continué por calle Empedrada hasta llegar hasta la plaza que preside esa diminuta y barroca Capilla de la Yedra. Plaza que es conocida nada menos que con cuatro nombres distintos: Orellana, Puertas del Sol, La Plazuela y Plazuela de la Yedra. Un paraje antaño alejado de la ciudad al que un día llegaron gentes de tez morena y vistosos ropajes, rechazados de otros lugares y que estas tierras encontraron un pueblo humilde que sentía igual que ellos, fundiéndose en raza, cultura y religión. Eran gitanos pero aquí les llamaron flamencos.

Desde allí me dejé arrastrar por un embrujo que todo lo envuelve y me perdí por, Campana, Galván, Zarza, Cerro Fuerte, Duende, Molino de Viento, Sancho Vizcaíno, Estereros, Santa Clara, Altozano y Encaramada. Calles que tienen vida y tienen alma, que ciegan de claros resplandores bajo la luz del atardecer.

El crepúsculo de la noche me invitaba a terminar el recorrido cuyo fin puse con una copa de amontillado de barril en un pequeño y encantador bar de la calle Campana. ¡Dónde quedaron aquellos viejos tabancos del barrio de San Miguel! Los tiempos modernos los harían desaparecer o transformar en bares al uso. Casinos fueron estos tabancos para la gente llana, en ellos se expresaban sentires, bromas, alegrías y pesares con una muy particular filosofía en un lenguaje que pocos conocen y algunos quisiéramos dominar. Se hablaba en 'jerezano'.

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