Artes y tiempos
EDUCACIÓN | Cerebros en toneles
Llegado el momento de la reconstrucción, que nadie se olvide de la cultura… Que nadie se olvide de la música, el teatro, la pintura, el cine, las series, los libros, la danza, el cómic… En los momentos más duros del confinamiento, las creaciones culturales nos han ofrecido cobijo, porque las experiencias estéticas pueden ser un buen refugio para resguardarnos de las inclemencias del tiempo. Algunos colectivos de artistas ya lo han manifestado con rotundidad: la sociedad no debe olvidarse de los empresarios y trabajadores del sector cultural.
Me asombra que para la mayoría de la gente pase desapercibido el inmenso valor de las actividades culturales. Son muchos los factores que condicionan la forma de apreciar una obra: la jerarquía de las artes y su historia, la educación, el modo de comunicar, la generación de la opinión pública, y las relaciones de producción de cada momento, ahora la sociedad de consumo. Se suele desconocer, por ejemplo, lo que supone rodar una película. Y no solo hablamos del coste económico, sino de toda la formación y trabajo que hay detrás de cada minuto.
No son datos difíciles de obtener. Basta con tener un poco de paciencia y leer los títulos de crédito del final. Lo mismo podríamos decir de una obra de teatro o una exposición de escultura. Cualquiera puede acceder a la biografía de una escultora para comprender lo que significa su creación. A pesar de estar disponible toda la información necesaria para apreciar en su justa medida esa labor cultural, no se termina de valorar como es debido.
El sistema educativo tiene que crear las condiciones para que se lleve a cabo una adecuada recepción de las creaciones culturales. Hay que enseñar a extraer todo el jugo de una experiencia estética. No es posible valorar una obra si no sabemos situarla en la historia de las artes. Y artes va en plural, claro. Porque hay una historia del diseño, del cine, de la danza, del cómic, del grafiti… También se necesita conocer el proceso creativo. Y en este punto, como ocurre con las ciencias, la imagen del genio solitario que de forma inexplicable llega al ¡eureka! no es la más acertada. Nadie crea de la nada, porque de la nada es imposible que surja algo, ya lo decían los griegos.
Es crucial desentrañar el trabajo que hay detrás de una idea. Todo el mundo ve lo que cuesta esculpir el mármol y obtener una forma bella. Me asombra que no ocurra lo mismo con el diseño de una silla, el guion de una serie o el monólogo de un humorista. Una performance, una acción, se percibe como algo efímero, ocurrente… La escritura de una novela, una canción o un programa de ordenador… La creación conceptual exige un trabajo inmenso, pero parece que es invisible. La rapidez con la que “consumimos” esas obras y el hecho de que circulen de forma gratuita por la red provocan, en parte, esa infravaloración.
Y sin embargo, en los momentos más duros del confinamiento esas obras nos han dado cobijo, un refugio para resguardarnos de la intemperie. Las artes nos ayudan a comprender lo que somos y dónde estamos. Nos ofrecen nuevas perspectivas para digerir el mundo y habitarlo con mayor libertad. Los artistas nos proponen infinidad de juegos, ya que la recepción estética consiste en seguir unas reglas para constituir otras formas de estar en el mundo. Los senderos para acceder a ese refugio son muy diversos: contemplación desinteresada, catarsis y liberación, entretenimiento, recuerdo y olvido, comprensión, resistencia ética, deseo de transformación…
El trabajo de otras personas, condensado en los objetos culturales, nos ha permitido dominar el tiempo. La autonomía de la experiencia estética nos invita a habitar de otra forma los tiempos. No se trata de huir de las circunstancias, porque no podemos. Las artes nos entretienen. Y saber entretener requiere un riguroso dominio de la técnica que corresponda a cada género. Las buenas tramas nos introducen en otras líneas temporales. El trabajo del buen creador entonces se hace invisible, si no somos reflexivos.
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