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Educar para resistir con dignidad

Educación

Juan Carlos González García

10 de diciembre 2019 - 06:00

La Declaración Universal de los Derechos Humanos consta sólo de 30 artículos. / DMG

Imaginamos la historia como una línea, una flecha que crece en una dirección, como algo que se desenrolla y despliega. Nos vemos instalados en la vanguardia, inaugurando nuevos tiempos y mirando por encima del hombro a los que nos precedieron. Pensamos que hemos mejorado y que aquellas desgracias pasadas ya no son asunto nuestro. En los últimos años, sin embargo, también hemos comprobado lo que significa retroceder.

El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Después de dos guerras horribles parece que por fin aprendimos la lección. Nada puede pisotear la dignidad humana, en ninguna parte del mundo. Los derechos humanos son inalienables y deben ser siempre respetados, por encima de cualquier ideología o forma de gobierno.

El texto fue redactado por Dr. Charles Malik (Líbano), Alexandre Bogomolov (URSS), Dr. Peng-chun Chang (China), René Cassin (Francia), Eleanor Roosevelt (EEUU), Charles Dukes (Reino Unido), William Hodgson (Australia), Hernan Santa Cruz (Chile) y John P. Humphrey (Canadá). Y ha sido publicado en más de 500 idiomas, incluido el esperanto.

Es un documento revolucionario, el fundamento de las democracias liberales y el orden internacional actual. La declaración consta solo de 30 artículos. Hay derechos políticos y derechos sociales. Los primeros tienen que ver con la libertad, y los segundos con el bienestar y la justicia social. El hecho de que la declaración pueda ampliarse con nuevas generaciones de derechos significa que no es una tabla cerrada. Está redactada en un momento histórico concreto. Y como las sociedades cambian, lo lógico es que esa declaración tenga que completarse.

En cuanto a la fundamentación filosófica, tenemos a los que hablan de una esencia fija de la naturaleza humana y los que se decantan por una construcción social de todo lo humano, por lo tanto en evolución y revisable. El marxismo y el relativismo cultural han sido críticos con la declaración, al menos desde el punto de vista teórico. Los primeros consideran que esos derechos aparentan ser universales pero no lo son, ya que están al servicio de la burguesía.

Se trataría de una ideología, un aparato jurídico, para justificar y facilitar el modo de producción capitalista. Lo que se presenta como universal y natural solo es, en realidad, un instrumento al servicio de los capitalistas. Para los relativistas, esta declaración ha surgido en una cultura concreta, la occidental, pero se nos muestra como si abarcara todas las formas de humanidad. Asistiríamos a un imperialismo cultural encubierto. Los derechos del ciudadano nacieron con el humanismo ilustrado occidental. Luego llegó el proceso de industrialización y el libre mercado. Tanto para marxistas como para relativistas, esta declaración no es la única posible, ya que está elaborada desde una perspectiva concreta, parcial.

Los derechos humanos se basan en que las personas tenemos dignidad, no precio. Nadie puede utilizarnos como un medio para alcanzar sus fines, porque no somos meros objetos. Poseemos un valor absoluto: cada persona es un fin en sí mismo. La dignidad es un asunto filosófico poco tratado, nos dice Javier Gomá Lanzón en su último libro (Dignidad, Galaxia Gutenberg, 2019). En el primer capítulo sostiene que podría definirse la dignidad “como aquello inexpropiable que hace al individuo resistente a todo, interés general o bien común incluidos”. También como “lo que estorba”.

La dignidad tiene un efecto paralizante, dice, ya que nos obliga a detenernos y pensar en los más débiles, en los desfavorecidos, frente a toda tiranía, venga del Estado, la rentabilidad económica, el progreso técnico o la cruel lucha por la supervivencia. Y esta dignidad la poseemos todos por igual desde nacimiento, sea cual sea nuestro comportamiento en la vida.

Necesitamos repensar constantemente los derechos humanos, para saber resistir y mantenernos a salvo. El sistema educativo, además de profesionales, debe generar ciudadanos, personas conscientes de su dignidad, de sus derechos fundamentales. Lo hemos aprendido: las conquistas sociales y éticas siempre están amenazadas por brotes impredecibles de irracionalidad.

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