Hernández-Rubio, (arquitectura I)
Muestra del fotógrafo jerezano en la sala Pescadería comisariada por Adrián Fatou
Jerez/EN 1903, siendo alcalde J. González Hontoria, se inauguraba en el entonces Paseo de Capuchinos el nuevo recinto de la Feria de Ganado. Hasta entonces celebrada en Caulina, la importancia que lo festivo había ido adquiriendo en la feria ganadera había aconsejado aproximarla al núcleo urbano. El responsable de su diseño sería Hernández Rubio.
Un sencillo trazado de dos amplios paseos en cruz resolvía con eficacia la dualidad funcional del recinto, parque público y recinto ferial. El Paseo de las Palmeras, gran salón de acceso desde la ciudad, y el Real de la Feria, donde se situarían las casetas y que independizaba el espacio propiamente ganadero, situado entre este y las vías del ferrocarril, de los dos amplios jardines que, a ambos lados del Paseo de las Palmeras, definían la fachada del recinto hacia el Paseo de Capuchinos.
El arquitecto será también responsable de un número importante de casetas. Proyectadas tras su estancia en París de 1900, con referencias a los pabellones de jardines y a las grandes estructuras de hierro de las exposiciones universales que había podido visitar, la construcción de las casetas posibilitará algunos de sus mejores ejercicios con la arquitectura del hierro, al mismo tiempo que se transformarían en laboratorios por el que se introducirían en su obra las primeras decoraciones modernistas. Las mejores casetas serán aéreos pabellones cuyas cubiertas apenas reposan sobre esbeltas columnillas de hierro. Ligeros doseles que permiten resguardarse sin impedir contemplar y ser contemplados en el recinto ferial. Elementos ornamentales de trazados curvos y sinuosos se acoplan y enriquecen las estructuras de hierro, primeros reflejos de un incipiente modernismo que debió conocer en la capital francesa y con el que alcanzaría su máximo reconocimiento.
José Manuel Aladro-Prieto.
UN misterio no aclarado, cómo pudo llegar esta joya hasta la Cartuja de Santa María de la Defensión jerezana, y una lamentable decisión que privó a la ciudad de poder contar con esta hermosa y única muestra de la artesanía cerámica Nazarí, que fue depositada en el Museo Arqueológico Nacional, en lugar de quedar para siempre donde fuera encontrada casualmente, en las tareas de desescombro del mencionado Cenobio durante los trabajos para su reconstrucción, en 1927.
Y es que inexplicablemente, como material de relleno de partes de la edificación del Monasterio de la Cartuja de Jerez, se había empleado el llamado ‘Vaso de la Alhambra’ realizado por maestros ceramistas, con una altura de 126 centímetros y un diámetro máximo de 63 centímetros, datado entre los siglos VIII y XIV d. C. correspondientes al periodo de las dinastías Nazaríes, cuya superficie vidriada presenta unos característicos reflejos dorados.
Pieza excepcional, que lamentablemente se encuentra en Madrid, de cuerpo ovoide de gran tamaño, sobre base estrecha sin vidriar de la que nacen dos asas planas de gran tamaño y gollete octogonal, reforzado por molduras verticales, cuya decoración de pálido color dorado sobre fondo blanco se distribuye de manera horizontal en franjas de ancho diferente separadas entre si por otras lisas mas estrechas, presentando su banda central, que es mas ancha, motivos vegetales y una inscripción de caracteres cúficos, en color blanco sobre fondo dorado, que repite varias veces la palabra “perdón”. Por arriba y por debajo de esta franja central hay dos similares de ataurique y círculos dorados unidos entre si por un hilo. Completan la decoración de este ‘Vaso de la Alhambra’ una banda en la parte inferior con arquillos y en la parte superior donde existe una inscripción cúfica que casi ha desaparecido.
Estas obras de la cerámica Nazarí, de las que forma parte el Vaso encontrado casualmente en la Cartuja jerezana, constituyen sin duda las piezas mas destacadas de la producción cerámica de la época, por su tamaño y especialmente por la delicadeza de su decoración.
‘Un tesoro que debe volver a Jerez’, de Andrés L. Cañadas Machado.
ENTUSIASMADO con lo que ve en su viaje a la Exposición Universal de París de 1900, la noche del 13 de marzo de 1901, Francisco Hernández Rubio da una conferencia en el Ateneo de Jerez titulada ‘Consideraciones sobre el Hormigón Armado’, en la que demuestra una vez más su extraordinaria altura intelectual y su beligerante actitud de defensa del progreso frente a una pacata y retrógrada sociedad muy diferente de la de “aquellos países más atentos a su riqueza y al desenvolvimiento de sus intereses materiales que a otras cuestiones…”, denunciando que sin estas cualidades “solo nos será concedido un triste papel de meros espectadores en el concierto de las naciones”.
Esta amarga queja, que sigue siéndonos tristemente familiar, se lanza tras una introducción sobre la arquitectura como expresión material e intelectual de las civilizaciones de cada época, en la que el arquitecto defiende el papel de la técnica y los nuevos materiales y pone por encima de todos estos al hormigón armado, sumamente incipiente en aquel momento, continuando con un exhaustivo análisis de las cualidades técnicas del material y los métodos de cálculo para su uso, y afirmando al fin, demoledora y preclaramente, que la utilización del hormigón armado daría “un sello especial a sus creaciones… que llegará a ser tan marcado y tal su influencia, que no es aventurado suponer ha de hacer diferenciarse a nuestra época de todas las demás”.
Huyendo, como siempre hizo, del denostado papel de “espectador”, el maestro comienza en cuanto se lo permiten con la experimentación de este nuevo material, proyectando, calculando y dirigiendo la ejecución de los forjados de la obra del Balneario de la Victoria de Cádiz, un elegante y coqueto edificio con indudables aires de secesionismo vienés, movimiento de vanguardia que se estaba desarrollando en esos momentos y que tuvo su principal símbolo en el denominado Pabellón de la Secesión de Viena, proyectado por Olbrich en 1897 y decorado por Gustav Klimt, en cuya portada luce un lema que recuerda enormemente lo que defendiera don Francisco en su conferencia: “A cada tiempo su arte, a cada arte su libertad”.
El edificio del balneario fue víctima de la inexperiencia, la falta de desarrollo de la técnica que ya se advertían en la conferencia y, cómo no, del afán especulativo, puesto que fue demolido en 1931 aduciendo mal estado del hormigón por corrosión de sus armaduras provocadas por la proximidad del mar, sustituyéndolo por un hotel de mayores dimensiones y rentabilidad.
Nada nuevo bajo el sol…
‘El hormigón armado’, de Benito García Morán.
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Contenido ofrecido por la Ibense 1892