Juanlu en el Jerez de las maravillas
Gastronomía
Crónica de colores de la primera visita, costillitas en adobo incluidas, a LU Cocina y Alma, el nuevo restaurante de Juan Luis Fernández en Jerez
Un par de macetones flanquean la puerta de LU Cocina y Alma. Junto a ellos, en una pared blanca, el logotipo del establecimiento y su nombre en color dorado. La sencillez de la entrada hace que todavía te sorprenda más el interior. De pronto pareces haberte introducido en una especie de palacio de esos que salían en las películas de Walt Disney. Nada más entrar una mujer de traje azul, con vuelo y guantes blancos, así también como de película, te saluda y te pregunta si tienes reserva. Es Regina Martínez de Velasco, la persona que se encarga de las reservas del establecimiento y de dar la bienvenida a los clientes. Es la única que viste diferente. Para el resto del personal, una decena de cocineros, Gaspar Sobrino que ha diseñado hasta el último detalle, ha creado un uniforme con vaqueros y una chaquetilla a rayas verticales celestes con una botonadura dorada.
La vista se te va inmediatamente para la cocina del local. Tendrá unos seis metros de largo y está en el centro del comedor. A cada uno de sus lados, sin cristal, sin red, sin nada de nada, a ni un metro de distancia siete sillas así también como de cuento donde los comensales se sientan en fila, mirando a la cocina. Son también como de palacio de Disney, con patas doradas y luego vistosos colores en la tapicería.
El resto de las mesas se reparten el espacio en forma de u. La decoración realizada por Sobrino recuerda como a un bosque de escaleras blancas. En las paredes estanterías de colores, un caballo de feria junto a los servicios o un gran letrero hecho con bombillas blancas y sobre ladrillo visto pintado del mismo color "The white rabbit" (el conejo blanco) para los que no dominamos lo que es el yespikingli.
Me sientan en una de las sillas que miran a las cocinas. Voy a ver el espectáculo en primera fila. Antes Dolce Nila, nacida en Colombia, 28 años, cocinera especializada en pastelería, encargada de los postres del local y pareja de Juanlu, me enseña otro de los puntos llamativos de la estancia, uno de los pioneros en España en este concepto de cocinar en medio de los clientes. Me lleva hasta cuatro especie de joyeros situados a la entrada del salón. Son pequeñas neveras recubiertas como de papel pintado de salón de los años 60. Mucho colorido. Dentro las "joyas" a las que dará brillo Juan Luis Fernández "como me pida el cliente". En una reina un langostino de tamaño de león de circo. Yo creo que el solito debe pesar un cuarto kilo…hay que comérselo a rodajas como una butifarra. A su lado una galera de coral en posición como acrobática. En otro joyero reina un borriquete. En el tercero hay un trozo de carne de waygu, la carne ahora más apreciada en el mundo y en el cuarto hay setas y trufas.
Lo primero que me llama la atención es la calma que irradia el sitio. De fondo, en bajito, suena música como de dioses griegos de paseo. A pesar de que tienes a diez personas moviéndose delante de ti, entre cacerolas, freidoras y un horno alimentado con carbón y sarmiento, las ramas de la vid, no hay apenas ruido. Todos hablan bajo cuando se van comunicando las órdenes. La cocina ha sido construida por la empresa portuense Unic, la misma que se encargó también de las de Aponiente en El Puerto de Santa María, donde Juan Luis Fernández fue director gastronómico y una de las claves de las tres estrellas Michelín del local.
Cada vez que se mueve una cacerola, el mismo cocinero que lo hace se ocupa de pasar una servilleta para que todo esté como los chorros del oro. No hay camareros, los mismos cocineros son los que llevan los platos a la mesa. En muchas ocasiones son el propio Juanlu el que lo hace o Dolce, cuando se trata de postres.
José Antonio Portales, el somelier, se acerca hasta nosotros con una botella transparente con una etiqueta hecha a mano. Contiene manzanilla Gabriela en rama, un producto de las bodegas Sánchez Ayala de Sanlúcar. La carta de vinos del local tiene 170 referencias. Ha sido diseñada por Rafa Bellido, uno de los somelier andaluces de más prestigio en la actualidad y miembro de la Academia Andaluza de Gastronomía. Como empieza a ser una tónica habitual en los restaurantes de prestigio de la provincia, la carta se abre con los jereces. También hay un espacio destacado para los vinos "de pago" gaditanos, la última moda de éxito en el sector vinatero y que son vinos de características singulares, una especie de nueva generación de lo que se llamó vinos de autor y que ahora ha llegado con fuerza a la provincia. Pero para los que prefieran otros mundos hay referencias nacionales e incluso internacionales, con una amplia oferta de vinos por copas.
Va el primero. Juanlu Fernández, que ahora luce una discreta coleta en su pelo, se acerca con un mollete al estilo oriental, cocido al vapor, que lleva atún rojo de almadraba, en una fina lámina por lo alto. Es uno de los platos de la carta (9,50 el plato con dos unidades). El mollete va relleno de una crema de color como de salsa rosa pero atenuada. Sabe como a ahumados y su combinación con el atún y un poco de cebolla para decorar, que refresca el paladar, es agradable. Te lo sirven en una bandeja de cerámica y te invitan a que lo cojas con la mano. Lo deposito con suavidad en un plato de fantasía que te ponen para empezar. Es como de la vajilla de la película de Sisi y va decorada con mariposas de colores. La han traído del Reino Unido.
Un cliente pide a Juanlu que le prepare un borriquete "a su gusto". "Es lo que más me gusta del establecimiento. Este reto diario. Que el cliente me diga que se lo prepare como yo quiera y arriesgarme a crear en un minuto. Es la cocina viva, lo que me gusta" comenta casi emocionado Juanlu mientras saca los lomos del borriquete en medio de la cocina y casi delante mía, que miro embobado la operación, casi olvidándome de mi mollete oriental.
Sin pararse, lo corta a lonchas como de medio dedo de grosor. Los pone en el plato boca abajo y con un soplete los "soasa" para que quede en un estado entre tostaito de piel y carne medio cruda. Debajo coloca una mayonesa oriental y listo, a la mesa. Así se cocinan "las joyas" expuestas en las vitrinas.
A mi me llega a la mesa un pez limón en gazpacho amarillo. Espérate chiquillo…te cuento. En un cuenco vienen unos trozos de pez limón, el primo pobre del atún de almadraba que vuelta y vuelta está para liarse con el a besitos…y luego a bocaos. Viene crudo. Nunca lo había comido así. Los trozos de pescado se alternan con verdura y unas hojas de decoración. De un vaso con forma de saco, el cocinero deja caer un caldo de color amarillo hecho con tomates y aji amarillo. Es un gazpacho en el que el vinagre, con la sutileza que le da al plato, más que estar, se pasea. El plato es de lo más refrescante y para descansar el paladar ya utilizo los picos de la panadería La Cremita de Chiclana que me han puesto como acompañamiento panadero. Como complemento al pan te ponen también un trozo de mantequilla francesa, para que entretengas el paladar mientras esperas el primer plato.
Nadie grita ¡una de puntillitas! pero un cliente las ha pedido y la maquinaria se pone en marcha al momento. El establecimiento presenta tres cuartos de entrada el martes al mediodía. Hosteleros, bodegueros y gente de buen comé entre el público. La gran mayoría sabe a lo que vienen. Un cocinero saca los preciados cefalópodos del frigorífico y pesa la cantidad que se va a servir. Se vé que nada está improvisado. Son "puntillones", puntillitas grandes, las más apreciadas. Las hace fritas, como toda la vida, y como único toque de sofisticación las sirve con una salsa holandesa de tinta de calamar debajo y por encima algo de trufa rallada.
A mi me llegan unos chicharrones de Chiclana de los especiales (14 euros la ración). Vienen cortados muy finos y se presentan en el plato como flores, el cochino elevado al estrellato. Para acompañarlo le ponen un ajoblaco. La combinación resulta muy acertada. El caldito y los chicharrones se llevan mejor que un matrimonio en su primera semana de vida. Termino mojando en la salsa un pedazo del pan de cereales que me han puesto para acompañar.
Unos clientes ríen divertidos al ver la carta. Viene en un cofre de madera. De nuevo el juego de película de Disney. Son en total 30 platos. Lo más barato una versión modernista de la caballa en adobo (9,50 euros) y lo más caro una gigantesca chuleta de atún que sale por 23. La mayoría de los platos se mueven entre los 1o y los 20 euros. No todos los platos están disponibles ya que dependen de que haya genero y a ello hay que unir otra carta que cambia cada día y es la de las "joyas" que guisa Juanlu al gusto del comensal.
Me llega otra sopita. Es de esas reconfortantes, de las que te ponía tu abuela pa curarte el resfriao. Son unas migas de pan que se acompañan de una yema de huevo de campo cruda y un caldito, casi crema, hecho con castañas y jamón. El cocinero, cuando el plato está ya en la mesa, ralla por encima un poco de trufa. Te sugieren que rompas la yema y lo arrejuntes todo con unas cucharas sopera de diseño, en color dorado y con el mango en fantasía negra.
Terminamos con un guiso de papas con costillas en adobo, pero en versión alta cocina (12,50 euros). Las papas forman un ravioli en cuyo interior van las costillas deshuesadas y deshilachadas. El conjunto se rodea con una versión aligerada de la salsa de adobo de toda la vida.
La última sorpresa del almuerzo está por llegar. Dolce se acerca con una especie de paño de joyería. Como los que te sacaban en Gordillo y que contenían anillos de los gordos. Lo abre y en su interior se exponen inscritos en unas placas doradas los nombres de los postres. Hay cinco opciones, desde una piña aromatizada con ron hasta una torrija, otro de chocolate, una pannacota y un homenaje a la vainilla. Los precios oscilan entre los 5 y los 8 euros.
Me como dos…soy así. Dolce me propone empezar por la piña para darle un descansito al estómago. La presentación llama la atención. Se disponen unos gajos de fruta sobre una cama de escamas de hielo. La piña va aromatizada con ron,, hierbabuena y lima. Como fin de fiesta, que acompañamos con una Pedro Ximénez de las bodegas del Maestro Sierra, un postre bautizado como "20 soles" y que es un homenaje a la vainilla que se presenta en cinco texturas diferentes: en un hojaldre, en una crema, en una especie de arena (crumble se le dice en plan técnico), en unos pequeños ñoquis y en un helado realizado con leche de oveja. El punto final está en unas gotas de extracto de vainilla que la propia Dolce pone sobre el plato, como si fueran un toque mágico. Lo de 20 soles viene porque son esos días los que se deben tener al sol las vainas de vainilla para que alcancen su punto perfecto.
Los comensales se despiden felicitando al cocinero que sonríe ilusionado, disfrutando de su pequeño palacio de cuento en la plaza Aladro de Jerez. Al lado de una columna de la cocina, muy discreto, un San Pancracio…la alta cocina también confía en ser bendecidos por su perejil.
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