"¿Libre? Yo no soy libre"

El portuense inocente que pasó años entre rejas por una violación que no cometió relata sus semanas fuera de prisión en un carrusel de televisiones, pero acudiendo tres veces al mes a firmar en el juzgado

Ricardi en los restos del puente antiguo donde fue detenido hace trece años
Pedro Ingelmo

21 de septiembre 2008 - 01:00

Es un sueño recurrente: un rumano se le acerca en el patio de la prisión de Topas y le dice en un inconexo castellano que le va a enseñar lo que hace con los violadores. Ricardi acepta el reto, pero sugiere que la pelea no sea en el patio y le invita a las duchas. Allí nunca hay nadie. En el sitio convenido se intercambian golpes y patadas. Hay mucha sangre, sangre de los dos. La sangre de los dos se va por el desagüe. Ricardi despierta. Aquello ocurrió de verdad. Al principio se despertaba convencido de que estaba en el chabolo y buscaba los referentes del microcosmos. Le costaba identificar su habitación de El Puerto. Ahora no, ahora es la pelea con el rumano.

Lo cuenta en la cafetería pastelería Rosi, ahora llamada Los Portales, mientras toma una cerveza, a unos pocos metros de la Ribera del Marisco, enfrente del antiguo puente donde hace trece años dormía, enfrente del sitio donde le detuvieron por el testimonio de una joven que le confundió con otro, con un violador de Jerez que también tenía un ojo estrábico. "Fue ahí. Vinieron tres policías, no sé de dónde salieron. En ese sitio pasé mi último momento en libertad. Del sueño a la cárcel". Y de la cárcel pervive el rumano que vuelve todas las noches a las duchas para sangrar con él y cien miligramos de tranquilizante tres veces al día para combatir la depresión. También las visitas al juzgado a firmar y el toque de queda a las once, hora en la que tiene que estar en casa. "A veces pienso que me vigilan, que alguien me sigue. Yo creo que sí. ¿Qué vas a pensar cuando ves a una misma persona en los lugares donde tú estás hasta que desaparece cuando coges el camino de casa? ¿Libre? Yo no soy libre. Aún no me siento libre. El día que pueda entrar en mi casa a la hora que quiera, que no tenga que ir al juzgado, que el Supremo diga que soy inocente... entonces lo seré".

No es que a Ricardi le vista Versace, pero su atuendo ha cambiado considerablemente con respecto al día que salió de prisión, ya hace dos meses. Entonces llevaba pantalones vaqueros piratas cortados a bocados, una deportivas renegridas y una camiseta vieja. Ahora va con una camiseta gris, un collar de cuentas, unos pantalones verdes de campaña y unos náuticos . Ha descubierto un nuevo mundo. Le llaman las televisiones, ha tenido su momento en Corazón Corazón e incluso la familia se ha buscado una representante para que le gestione sus apariciones ante el público. "Al principio cuesta lo de los focos, pero luego te acostumbras. Se trata de contar tu historia". Así ha conocido Madrid y ha estado en el Bernabéu, "que mira que yo no soy del Madrid, que soy del Barça".

Pero el monstruo de Madrid no impresiona cuando se le ve por primera vez, como si hubiera sido así siempre. A él le impresiona El Puerto. Se fue esposado de ese puente bajo el que durmió durante tres años y ahora resulta que ya no está el puente. Ahora lo que hay son tres niños ecuatorianos lanzando gigantescos pedruscos al río. "Todo, todo ha cambiado. Al principio paseaba mucho intentando conocer los sitios". Lo dicen en la cafetería Rosi, ahora Los Portales, que "al principio se le veía descentrado, pero ya parece que va mejor". Conocen bien aquí a Ricardi. En los malos años "le quitábamos el hambre con carmelas. Venía a mi padre y le pedía una y otra carmela. De las primeras cosas que hizo cuando regresó a El Puerto fue venir a saludar a mi padre y darle las gracias por las carmelas de hace quince años". Ahora no, ahora Ricardi se sienta frente al inexistente puente y se toma una cerveza. Hay gente que le saluda, menos los policías, que no le saludan. "Bueno, sí, uno que es nuevo". De vez en cuando se cruza con compañeros de los tiempos del 'jaco'. Algunos son cadáveres andantes y "les digo hola qué tal, pero no hablo con ellos" y otras veces se cruza con otros, un par, que se han rehabilitado y charla sobre si se han casado, en qué trabajan y cómo les va la vida.

Sigue teniendo desconfianza en la mirada, quizá porque lleva años acostumbrado a estar vigilado. De hecho, lo repite. Se siente vigilado. Al mismo tiempo es afectuoso. Ha saludado con un abrazo y se despedirá con un abrazo, pese a que su contacto con los medios de comunicación se lo toma como un trabajo. Se lo ha dicho a su nieto de nueve años, que quería venir a la entrevista. "No puedes venir porque hoy tengo trabajo", le ha dicho. "Y también no me lo he traído porque es muy revoltoso. No se puede estar quieto". Alrededor de su nieto gira gran parte de su rutina, que reconoce que no es que sea divertida, "pero tampoco me aburro, paseo mucho".

Se despierta sobre las seis de la mañana, la hora que tiene cogida de los tiempos de la prisión. A las nueve lleva al niño al colegio. Se pasea por El Puerto y vuelve al colegio a recoger al nieto. Come en casa de su hija y luego sale a la cafetería Rosi. No especifica qué hace hasta el toque de queda, pero una vez en casa ve algo de televisión hasta que le dan las dos. Le gustan los programas largos como en los que él sale, Corazón, corazón, Espejo público, La Noria... Con las hijas, bien, aunque está esperando terminar unos arreglos en una casa para irse a vivir solo.

Pero la conversación se le va sola a los días, a los años en prisión. Habla de sus dos compañeros, a los que piensa ir a ver en cuanto cumplan su condena. Uno está entre rejas por pirata informático. "Se metía en las cuentas de los bancos y trasladaba el dinero a sus cuentas. No robaba a nadie, robaba a los bancos y fíjate ahora de lo que nos hemos enterado: que los bancos nos robaban a nosotros". El otro colega del trullo cumplía nueve años por un alijo de "chocolate. Muchos años por chocolate, ¿no crees?". Luego habla de que los más peligrosos eran los rumanos, que los amos de la prisión eran los etarras, que tenían ordenador en una celda para ellos solos, y que "había que tener cuidado con los árabes".

A continuación salta a su detención. Acepta fotografiarse en el mismo sitio donde fue esposado. Aquí. "Cómo ha cambiado todo", repite aún maravillado. "¿Mal rollo? Bueno, un poco". Lamenta que no le haya llamado la mujer que le identificó como su agresor, "aunque claro, yo lo entiendo, si te ponen una foto de alguien con un rasgo que tú has dicho...", y continúa con una historia que ha repetido muchas veces y que le ha martirizado durante años. Sobre el futuro no dice gran cosa, que ya veremos cuando el Supremo diga lo que tenga que decir. Es como si prefiriese esperar a ese momento para realmente intentar situarse en su nueva vida, alargando un periodo en tierra de nadie, ni entre rejas ni libre, esperando que, como cada noche, acuda a su cita en las duchas el rumano que quiso enseñarle lo que hacía con los violadores.

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