Jerez Íntimo
Marco Antonio Velo
Navidad 1949 en Jerez: Gerardo Diego, Fernando J. Peña, José Argudo Romero…
EN 1848 Antoine de Latour, uno de los primeros hispanistas franceses, viaja por el Guadalquivir de Sevilla a Cádiz desde donde se desplazará para conocer Jerez. Había venido a España como secretario de los Duques de Montpensier con quienes residía en la capital andaluza. En esta ciudad, habían instalado su 'corte' tras salir de Francia, agitada en aquellos años por la revolución que daría lugar a la segunda república (1).
Latour, hombre ilustrado y de amplia cultura, amigo de Fernán Caballero y de Pedro Antonio de Alarcón, era escritor, poeta e historiador y sentía una especial atracción por la literatura y la historia de España. Su estancia en Sevilla le permitió recorrer numerosos rincones de nuestro país de los que dejaría después testimonio en sus libros.
Con esa visión peculiar de los viajeros románticos, Latour visita Jerez procedente de El Puerto de Santa María mostrando su admiración por los "inmensos campos de viñas" que encuentra en el camino. En el relato de su viaje no faltan referencias a la ciudad y sus bodegas, a sus calles, al Alcázar, al embarcadero de El Portal y, como no podía ser menos, al Monasterio de La Cartuja (2).
Dejándose llevar por sus lecturas de historiador se extiende especialmente en todo lo relativo a la Batalla del Guadalete, fabulando sobre los posibles escenarios de la contienda que cambiaría el curso de la historia de España y que nuestro autor sitúa en los Llanos de la Ina. Para visitar estos parajes y recrear literariamente los últimos días de don Rodrigo, desde su fabulación romántica, Latour se acerca hasta el puente del Guadalete y al describir los alrededores del monasterio anota: "… el río rodeaba melancólicamente el campo de batalla de don Rodrigo para perderse luego en la serranía de Ronda, llena también del recuerdo de los moros". Tras dirigir su mirada a los Llanos de la Ina no puede por menos que evocar los episodios históricos a los que añade tintes épicos: "Esta llanura del Guadalete es uno de esos circos que parecen formados para siempre para presenciar el desenlace, en un día determinado, de algunos de los enormes dramas que marcan las fases de la historia. Detengámonos un momento ante aquella fecha fatal de 711 y ante la gran catástrofe que tanto sitio ocupó en los anales de España…" (3).
La visita al Monasterio de La Cartuja ha sido una constante en todos los viajeros que han pasado por Jerez. Latour también cumplirá con ese rito dedicando después una buena parte de su narración, revestida de tonos románticos, a La Cartuja. Cuando recorre sus estancias, el monasterio se encuentra ya cerrado desde hace más de una década: "La Cartuja de Jerez fue durante mucho tiempo célebre y quienes tuvieron la suerte de verla antes de 1834 la conocieron en todo su esplendor. Cuando a lo lejos percibí por primera vez sus vastas ruinas, pensé que eran las de una ciudad. El camino que allí lleva es un profundo carril bordeado de áloes y de higueras que desemboca de repente en la fachada del monasterio, o mejor dicho de la iglesia.
Latour, subraya el "impresionante aspecto" que pese al saqueo y al pillaje, al deterioro de los muros y al abandono, presenta todavía el Monasterio, recomendando por ello a los viajeros que llegan a la ciudad que se acerquen a conocerlo.
Tras detener su coche de caballos junto al pórtico de acceso al recinto, inicia su recorrido y escribe: "Al empujar la puerta entre abierta de una primera cerca, me encontré con un espacioso antepatio enlosado y rodeado de una elevada muralla cuya crestería estaba ligeramente adornada…".
Nuestro escritor visita detenidamente la iglesia, los claustros, las celdas, los jardines y huertas… Poco antes de abandonar La Cartuja llaman poderosamente su atención unos extraños dibujos y signos en el suelo del patio:
"Volviendo al primer patio se podía observar sobre el enlosado el trazado de un dibujo de grandes dimensiones: era el plano de una capilla que me habían mostrado sobre una colina alejada y que llevaba el pintoresco nombre de Salta al Cielo. En la Edad Media, la fortaleza gustaba verse rodeada de mansiones, el convento de capillas. Salta al Cielo era una dependencia de la Cartuja que, propietaria de la rica llanura que domina, había sin duda construido la capilla como un centinela adelantado para tener siempre un ojo abierto sobre ese lugar apartado de un rico dominio".
Casi dos siglos después de la visita de Latour, siguen aquí esos extraños signos y dibujos, en el mismo lugar que los describe Latour, en el enlosado del amplio patio que se extiende ante la fachada principal de la iglesia. El visitante curioso podrá observar en él numerosas líneas incisas en la piedra, círculos concéntricos, rectas que se cruzan, la silueta de lo que parece ser un arco, un boceto que recuerda a un capitel... Allí están tal como se trazaron a finales del siglo XVIII o comienzos del XIX cuando se planeó la construcción de la Capilla de Salto al Cielo, proyectada inicialmente por los cartujos como sala capitular. Se trata del plano de montea, esto es, de un dibujo de tamaño natural que el arquitecto o proyectista de la obra realizó en el patio del Monasterio. En él se adivina la planta de la bóveda de media naranja de la capilla y de la linterna que la corona, así como otros detalles. Se facilitaba con este tipo de planos a escala real, la realización de las plantillas para las armaduras y cimbras, el despiece de los bloques necesarios para las bóvedas, el marcado de los cortes en la piedra de las dovelas y otras operaciones que facilitaban después la construcción sobre el terreno.
Allí permanecen aún, en el patio de La Cartuja a la vista de todos... Cada vez que venimos a este lugar, nos imaginamos al recorrerlos y al pisarlos como los observarían los cartujos mientras se trazaban, con que curiosidad contemplarían el gran arco de la bóveda o la planta de la linterna que se eleva sobre ella. Esa misma obra que, situada a una legua del monasterio, ilumina desde hace dos siglos como un faro, el hermoso paisaje de la campiña.
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