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La 'Torre de Cera'

Una torre vigía del Jerez andalusí (y II)

07 de junio 2015 - 01:00

(Continúa de la

semana anterior)

AUNQUE desde la lejanía el viejo torreón de Torrecera se nos antoja, todavía hoy, una obra sólida y altiva, solo cuando nos acercamos hasta ella podemos apreciar el deterioro y la ruina de sus muros y el riesgo real de que termine desplomándose por completo si no se llevan a cabo tareas de consolidación.

Tras solicitar la correspondiente autorización, accedemos a la torre desde el aparcamiento de la bodega Entrechuelos y llegamos a ella en un corto paseo por una empinada cuesta que discurre entre olivares y viñedos. La base de esta construcción es de planta cuadrada y aunque no es posible conocer con exactitud sus dimensiones originales, podemos estimar unas medidas aproximadas de 10 m de lado en su base y unos 8-9 metros de altura en la parte más elevada de los muros que se mantienen en pie en la actualidad.

Está edificada con la técnica de tapial, al igual que la cerca almohade de Jerez, procedimiento constructivo que puede apreciarse también en otras torres repartidas por el término, como las que se conservan parcialmente en el cortijo de Pedro Díaz, en el de Alíjar o en la cerca que rodea la torre de Gibalbín. El observador curioso deducirá, a la vista de las numerosas huellas y marcas de los encofrados que permanecen todavía en los muros, algunos detalles de esta antigua técnica muy utilizada por los alarifes andalusíes. Cedemos la voz, por un momento, a Ibn Jaldun, el sabio musulmán que en el s. XIV nos describe en su obra Al-Muqaddimah la construcción de estos muros de tapial:

"…Otra rama, es formar las paredes con la sola arcilla. Se sirve para esta operación de dos tablas, cuya longitud y anchura varían según los usos locales; pero sus dimensiones son, en general, de cuatro varas por dos. Se colocan estas tablas en los cimientos, observando el espacio que debe separar entre ambas, conforme a la anchura que el arquitecto ha juzgado conveniente dar a dichos cimientos. Se mantienen entrelazadas por medio de travesaños de madera que se sujetan con cordeles o lazos; se cierra con otras dos tablas de pequeña dimensión el espacio vacío que queda entre los (extremos de) las dos tablas grandes, y se vierte allí una mezcla de tierra y cal que se apisona enseguida con pisones hechos a propósito para este fin. Cuando esa masa ya está bien comprimida, y la tierra suficientemente amalgamada con la cal, se agrega todavía de las mismas materias, una y otra vez, hasta que el vacío quede completamente colmado. Las partículas de tierra y cal se hallarán entonces tan bien mezcladas que forman un solo cuerpo compacto. Luego se colocan esas tablas sobre la parte del muro ya formada, se repite la operación y así se continúa hasta que las masas de tierra y cal, ordenadas en líneas superpuestas, formen un muro cuyas partes quedan totalmente aglutinadas, como una sola pieza. Este género de material se llama "tabia" (de atoba, o adobe); el obrero que lo hace se designa con el nombre de "tawab". (1)

El material empleado para la construcción de las tapias que observamos en la Torre de Cera, que aún hoy se nos muestra como un mortero de consistencia pétrea con un aspecto que nos recuerda al moderno hormigón, era básicamente tierra arcillosa húmeda, arena, grava y cal, materiales fáciles de obtener en el entorno de la obra. En los cortes de los muros puede apreciarse la grava de grano muy fino, en la que aparecen también algunos guijarros de mayor calibre y en la que no hemos visto restos de fragmentos cerámicos que si se han utilizado en los morteros de otros lugares. Esta mezcla, en proporciones adecuadas, se vertía en el interior de un encofrado en capas sucesivas de unos 10 o 15 cm de grosor (tongadas), siendo compactada a golpes con la ayuda de pisones. Como señalan Rosalía González y Laureano Aguilar en su estudio sobre El sistema defensivo islámico de Jerez de la Frontera estos cajones de madera o tapiales que actuaban de encofrado, estaban formados por "tablas rectangulares de gran longitud y entre 12 y 15 cm de altura, dispuestas horizontalmente, llamadas cimbras, sujetas entre sí por unos travesaños verticales llamados costales, fijados dos a dos en la parte superior mediante listones de madera o cuerdas" (2).

Cuando estos cajones se llenaban, apisonando las capas de argamasa fuertemente, y una vez que el mortero se había fraguado, se separaba el encofrado y se trasladaba para seguir completando el muro por hiladas horizontales. Completada la primera, se avanzaba en altura situando las tapias de manera contrapeada para evitar que las juntas verticales quedaran superpuestas, ganando así el muro en solidez. Para ello, como describen los mencionados autores, sobre la tapia ya terminada "se colocaban los durmientes, agujas de madera instaladas en sentido transversal que servían para sostener el siguiente cajón. Estas agujas sobresalían por las caras exteriores del tapial y disponían de muescas en las que se introducían los costales verticales" (2). Estas maderas podían disponerse a todo lo ancho del muro o, como se aprecia también en esta torre, sin atravesarlo en su totalidad, utilizándose para ello dos trozos independientes, uno para cada lado del muro, que penetran unos 40 cm. Al crecer en altura las tapias, estas maderas sobresalientes que se habían utilizado para apoyar los cajones del encofrado, quedaban incrustadas en el muro y eran retiradas o aserradas. Con el tiempo, al desaparecer por distintos motivos, han ido dejando esos huecos tan llamativos que salpican regularmente los muros de la torre -los mechinales- algunos de los cuales han incrementado su tamaño original debido a la erosión.

Observando los restos de los muros de la torre puede apreciarse que la altura de las tapias es aproximadamente de unos 80-90 cm, llegándose a contar hasta 11 filas de tapias -la última muy destruida- en los sectores más altos de los paredones. La distancia horizontal entre los mechinales es también variable, siendo la más frecuente entre 75 y 80 cm. El muro orientado hacia el este se ha desplomado, encontrándose en el suelo grandes bloques compactos que pueden corresponderse con otras tantas tapias, lo que nos da idea aproximada de sus dimensiones. Tanto en ellas como en los cortes de los muros que han quedado al descubierto, descubrimos un grosor cercano a un metro. La longitud de estas tapias (o lo que es lo mismo, de los cajones utilizados en el encofrado), se acerca en algunos casos a los dos metros.

El muro norte presenta a media altura una oquedad, a modo de puerta o ventana, en cuya parte superior se aprecian los restos de un arco de ladrillo, sobre el que observa una gran grieta que amenaza con partirlo. En este muro se observa con claridad que a partir de la séptima hilada de tapias, el aspecto de las mismas parece más terroso y menos consistente, lo que podría corresponder a diferentes momentos constructivos o a un posterior recrecimiento o restauración con distintos materiales. Los mechinales en estas tapias superiores son también de mayores dimensiones. Esto mismo se aprecia también en el muro oeste, el más completo de los cuatro. En él llama la atención una oquedad y una posible restauración con empleo de hiladas de piedras de pequeñas dimensiones para consolidar varias tapias erosionadas. En su parte superior se aprecian también tapias de distinta composición y medida que las situadas en los primeros niveles. Muy llamativa es la grieta de separación entre ambos muros, lo que puede dar a entender que en los vértices no se contrapearon las tapias. En estos perfiles puede apreciarse la penetración horizontal -hasta la mitad del muro- de las agujas de madera que sujetaban el encofrado.

La pared sur de la torre sólo conserva seis hiladas de tapias y, parcialmente, los restos de una séptima, mostrando también las mismas una composición uniforme. En la esquina en la que se une al muro oeste presenta también una preocupante grieta longitudinal. Por último, el muro que mira al este se ha desplomado, lo que nos permite observar en el caos de bloques originado, el grosor y longitud de sus tapias. A juzgar por la erosión superficial de los materiales y por la altura de la capa de suelo acumulado entre ellos, el muro debió arruinarse hace mucho tiempo.

Como el lector podrá suponer, un cerro elegido hace casi un milenio para la construcción de una torre vigía, debe contar con vistas panorámicas excepcionales que permitan controlar visualmente un amplio territorio. En efecto, el Cerro del Castillo (141 m), en cuya cima se emplaza un vértice geodésico, es también un mirador privilegiado que nos permite asomarnos a un amplio sector de la campiña gaditana. Así, desde cada uno de los lados de la torre, podemos contemplar el soberbio espectáculo que se nos brinda hacia los cuatro puntos cardinales.

Al Norte se divisan, en la lejanía, los perfiles de la Sierra de Gibalbín, cerrando el horizonte. A nuestros pies, en esta misma dirección, descubrimos los Tajos de El Infierno bordeando el meandro que forma el Guadalete en la extensa vega que se extiende entre El Torno, Torrecera, San Isidro y La Barca de la Florida, pueblos unidos por el curso del río al que delatan sus alamedas. Son los paisajes del regadío y de los poblados de colonización que se aprecian desde aquí a vista de pájaro. Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, destaca el blanco caserío de Arcos que se desparrama sobre su inconfundible "peña". Al Este, los relieves de la Sierra de Grazalema se nos muestran en toda su extensión y más cerca, los de las sierras del Valle, de las Cabras, del AljibeAl Sureste, en las laderas de la Sierra del Valle, junto a una gran cantera, se adivina la torre de Gigonza y puede seguirse también el curso de la cañada de Los Arquillos, por el valle donde discurre el Salado de Paterna y en el que sobresale el cerro, casi cónico, de Cabezas de Santa María. Sobre él, en la lejanía, queda Paterna, entre parques eólicos, y ya donde se pierde la vista, el castillo de Torre Estrella.

Hacia el Sur, despunta el cerro de Medina y, más cerca, el Cortijo de Torrecera, en el que destaca su pantaneta. Algo más hacia el Oeste nos llama la atención una zona de colinas cubiertas por monte bajo: son los Entrechuelos, Bajos y Altos, topónimo que da nombre a los vinos que se crían en las bodegas de la finca Torrecera, cuyas instalaciones observamos también desde aquí a vista de pájaro y cuyos viñedos crecen en estas faldas del Cerro del Castillo, cargadas de historia, llegando, como los olivares, hasta los pies de la Torre.

En dirección Oeste se aprecian, en primer plano, las tierras de los cortijos de Espínola y de Doña Benita, que albergan un gran parque eólico. Muy cerca de nosotros, despunta el Peñón de la Batida, sobre el Guadalete y los cerros de Chipipi. En la lejanía, la vista se nos va hasta Jerez, que se extiende en la campiña, junto a la Sierra de San Cristóbal y los cerros de albariza que cierran el horizonte. La vega baja del río se aprecia desde aquí en toda su extensión y, desde este privilegiado balcón podemos observar como el valle delGuadalete, que ha venido manteniendo desde Puerto Serrano una orientación NE-SO, cambia bruscamente a los pies del Cerro del Castillo para dar un giro de noventa grados hasta tomar el rumbo NO, camino de la Bahía.

Con un emplazamiento como este y unas vistas tan singulares, no es de extrañar que este lugar fuese escogido, hace ya casi un milenio para construir una importante torre vigía que jugó un papel estratégico en las luchas de frontera. La misma torre que acabaremos perdiendo si no se realizan en ella las obras de consolidación que detengan la ruina de sus muros.

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