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Un amanecer en La Cartuja

El 19 de marzo de 2002 el monasterio abrió sus puertas por primera vez a las Hermanas de Belén. Una vida en clausura, desconocida y misteriosa, en la que el día comienza antes de que despunta la aurora

Una de las hermanas de Belén sentada ante el escritorio de su sencilla celda en el monasterio.
María Valero / Jerez

08 de junio 2008 - 01:00

El reloj marca las tres de la madrugada. Cuando la ciudad todavía duerme, las Hermanas de Belén se levantan para rezar. Una vida dedicada al silencio y a la oración, desde antes de amanecer y hasta que se esconde el sol.

La familia monástica de Belén nace en 1950, cuando el Papa Pío XII promulga, el 1 de noviembre de dicho año, el dogma de la Asunción de la Virgen María. Doce semanas después de la promulgación, en el pueblo de Chamvres se constituye la primera comunidad de religiosas. Hoy día son 19 Hermanas de Belén las que residen en el monasterio de La Cartuja. Llegaron hace seis años, justamente el día de San José, y ahora "nos sentimos muy jerezanas, además el español nos gusta mucho", apunta la Hermana Lucille, priora de la congregación, quien señala que "las paredes están llenas de oración, de paz".

Tras las puertas de madera a los laterales de los patios principales del conjunto monumental, se abre un mundo en clausura, una forma de entender la vida que se escapa, en ocasiones, al resto de ciudadanos. Con túnicas blancas y con el pelo tapado, las Hermanas de Belén se enfrentan al día sabiendo que su 'deber' es dar la vida a Dios y a la Virgen. Una clausura que en ningún momento la entienden como un encierro, sino todo lo contrario. Para ellas significa libertad, no imposición. "Antes de casarte sales con tus amigos, vas a los sitios que quieres y haces las cosas que te apetecen. Pero una vez que te casas sientes que si te vas de tu hogar no estás cumpliendo con tu obligación. Si la mujer tiene que esperar a su marido, nosotras tenemos que estar al lado de Dios", señala la Hermana Lucille.

No ha 'cantado' el gallo cuando ellas llevan ya varias horas rezando en sus celdas, habitaciones que se distribuyen a lo largo de la galería del claustro grande del siglo XVI. Estas cuatro paredes esconden lo más privado de sus vidas, sus oraciones. En dos plantas se reparte el poco mobiliario del que disponen y un pequeño jardín consigue que la luz entre a cada rincón de la habitación. En la primera, un reclinatorio decora con la imagen de la Virgen María la entrada de la celda. La priora declara que lo primero que se hace cuando se entra es inclinarse a rezar. Las escaleras llevan a una segunda planta en la que la austeridad inunda la habitación. Una mesa de estudio, una pequeña cama al fondo con una cruz en la pared, hacen de este espacio el más acogedor. Una imagen que para muchos puede pertenecer a tiempos pasados se abre ante los ojos de los pocos que han tenido la oportunidad de contemplar cómo se vive en clausura. "Antes de empezar los maitines tenemos varias horas de oración en las celdas. Después nos reunimos para cantar laudes y para celebrar la Eucaristía", apunta la Hermana Lucille, quien reconoce que "nosotras podemos salir algo, pero hay hermanas que están en 'silencio', es decir, sólo salen para la celebración de la Eucaristía".

El reloj marca las doce del mediodía. Las hermanas paran de hacer sus tareas para almorzar. "Tenemos que hacerlo muy temprano y seguro que a los que no nos conocen les parece algo raro. Pero llevamos desde las tres de la madrugada despiertas", apunta la priora, entre risas. Tras la comida llegan los tercios, "un pequeño oficio que hacemos de nuevo en las celdas. Después tenemos tiempo para los trabajos individuales y el estudio. Como pasamos muchas horas aquí, tener un jardín hace que podamos despejarnos".

El reloj marca las seis menos cuarto. Pasan las horas y las hermanas salen de sus celdas para celebrar las vísperas y la Eucaristía. Después, llega la cena y más horas de oración. "Nos solemos acostar sobre las siete u ocho de la tarde, depende de lo responsable que sea cada una. Aunque entremos antes a la celda, dejamos algo de tiempo para estudiar, leer la Biblia y orar", relata la Hermana Lucille. El día se divide en oración, liturgia y trabajo. Una vida plenamente dedicada a la Palabra y a su estudio. La priora recorre las instancias del monasterio en silencio como si la voz estropeara las historias que se esconden tras las puertas. Levanta la vista como si fuera la primera vez que ve los jardines y los patios. Explica los 'entresijos' del monasterio mientras recorre, separada de las hermanas, las galerías de los claustros. "La pequeña iglesia a la entrada del monasterio se llama la iglesia de los 'Caminantes'. El nombre viene de una leyenda que dice que la ermita era el oratorio, la acogida y la defensa en las salidas de los caballeros jerezanos. Aquí pedían favores a la Virgen cuando salían, y le daban las gracias cuando regresaban. Es muy bonito".

La priora no duda en decir que "hay jóvenes que buscan darse al Señor por completo, Él sigue llamando. Tienen sed de Dios, y como no es muy corriente, los que eligen esta opción en la vida son porque verdaderamente sienten la llamada". En estos momentos, la Hermana Lucille reconoce que hay varias jóvenes en la congregación. "Hay de todas las edades y de todos los países. Desde Corea hasta Venezuela, pasando por Lituania, Bélgica, Francia y Portugal, y por supuesto españolas".

El reloj marca las ocho de la tarde. Otro día termina para las hermanas, y aunque el resto de los ciudadanos no puedan contemplar la grandeza de los claustros y la belleza de los patios, siempre quedan los trabajos de cerámica que realizan en sus celdas. Fiel reflejo de su espíritu e imagen de su forma de entender la vida.

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