Antonio Machado, filósofo
Educación | Opinión
En las postrimerías del primer cuarto del siglo XXI Antonio Machado está de moda. En realidad, no ha dejado de estarlo del todo nunca desde que irrumpió en el panorama cultural español su poemario Soledades de 1907. Su huella ha sido y es imborrable. Así lo atestigua, entre otras consideraciones, el fulgurante éxito de público de la muestra ‘Los Machado. Retrato de Familia’, inaugurada en la Real Fábrica de Artillería de Sevilla el pasado 22 de octubre; evento para repasar, junto a su hermano Manuel, también poeta y al unísono con Antonio, dramaturgo, su trayectoria vital y creativa.
Y no es fácil hoy ver a los escritores, ni a los de ayer ni a los de ahora, en el candelero de una actualidad sociocultural dominada por las redes sociales, más preocupadas, según el modelo de los gurús de las nuevas tecnologías, por la propaganda y el lucro -como en su tiempo Sócrates reprochaba a los sofistas- que por los autores y saberes clásicos. No obstante, las humanidades, todavía no se han extinguido; igual nos aguarda un nuevo renacimiento.
El Machado que traemos aquí a colación no es el poeta, sobradamente popular incluso para los que no leen, sino el filósofo, el pensador, mucho más ignorado, quien sabe si adrede. Divulgar su visión metafísica, antropológica, ética y estética, al tiempo que recrearse en ella y reivindicar sus ideas filosóficas, es la finalidad del último libro de Valentín Galván: Así habló Juan de Mairena: Cantares de un filósofo (Editorial Comares). Desde el guiño al Zaratustra de Nietzsche, otro hablador de verdades, se desgrana luminosamente, con acopio preciso de las fuentes y glosa clarificadora, la prosa filosófica machadiana, volcándola en los grandes autores de la historia del pensamiento (“miradores eternos de la filosofía”, segunda parte del libro), desde los presocráticos a Heidegger; y a los problemas filosóficos tradicionales planteados desde “el folklore metafísico de nuestra tierra” (tercera parte).
Machado se interesó por la filosofía desde su “sombra”, la de la filosofía y la de él mismo, por utilizar la expresión con la que el pensador barcelonés Eugenio Trías reflexionó sobre la naturaleza del discurso filosófico. Asistió en Paris como oyente a las clases de Bergson y después se matricularía en la Universidad Central de Madrid para estudiar filosofía a distancia a la par de su tarea profesional como profesor de instituto de francés en provincias, estando en contacto epistolar con figuras de la talla de Unamuno y Ortega y Gasset a quienes Galván llama “sus mentores”.
La estrategia de Machado para filosofar ─quizá por la sencillez de quien anduvo los caminos (“se hace camino al andar”, qué terrible el último del destierro hasta Colliure), siempre “ligero de equipaje”─, fue inventarse heterónimos que pensaran en su nombre. El más célebre fue Juan de Mairena, su alter ego filosófico, maestro apócrifo de la imaginaria Escuela de Sabiduría Popular, inspirada en la Institución Libre de Enseñanza en la que habían estudiado los Machado.
Mairena, con el recuerdo permanente de su maestro Abel Martín (otro heterónimo machadiano) y sus alumnos como destinatarios de una labor que huyó siempre, como remarca Galván “de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales” (primera parte del libro reseñado), indagó de esta guisa en los recovecos del alma humana y sus inquietudes. Ya el Machado poeta lo había anticipado en sus Proverbios y cantares y en Los Complementarios, rememorando de algún modo a su padre, Demófilo, gran estudioso del folklore, raíz de buena parte del saber.
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