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El asombro

cerebros en toneles

10 de octubre 2017 - 02:00

Señalas con el índice y dices que ahí existe un abismo, algo sublime, una complejidad inquietante… Señalas un bolígrafo rojo y preguntas dónde está el color rojo… Señalas tu propia mano y preguntas por qué es sólida si en su interior todo es actividad… ¿Y cómo es posible que el cerebro, compuesto de átomos, sea consciente de lo que le rodea y maneje ideas…? Donde tú muestras asombro los otros sólo te devuelven indiferencia. Como dice el artista Manuel del Valle, donde debería haber asombro sólo vemos la cara imperturbable de Buster Keaton.

Una de las tareas ineludibles de los maestros sigue siendo propiciar la capacidad de asombro. Y utilizo el verbo propiciar porque los otros que se me ocurren quizás sean excesivos. No sé si es posible enseñar a asombrase, comunicar el propio asombro o simplemente contagiarlo, como si de un virus o una emoción se tratase. Propiciar es más modesto, y sólo implica crear las condiciones necesarias para que fermente ese espasmo intelectual que denominamos admiración.

La filosofía, las ciencias y las artes parten del asombro intelectual ante lo que nos rodea. Si somos incapaces de propiciarlo, la creatividad, la innovación, el razonamiento y todas las capacidades cognoscitivas no arrancan. Nos llama la atención cómo los grandes pensadores detienen el tiempo para contemplar un detalle del mundo que para nosotros ha pasado totalmente desapercibido. Esa actitud del sabio no es algo anecdótico, una peculiaridad del carácter, sino uno de los pasos imprescindibles del método científico y artístico. Por lo tanto, en los sistemas educativos habría que pensar actividades que la propicien.

Aristóteles decía que la filosofía y las ciencias surgen de la admiración que sentimos ante la naturaleza. Cualquier hecho rebosa de complejidad, tanto si miramos las estrellas, un campo de algodón o un insecto. La organización de la materia, en lo micro y en lo macro, nos emociona. La inmensidad nos invade y emerge lo sublime, esa sensación de infinitud que contrasta con el reconocimiento de nuestra pequeñez. Pero también los asuntos éticos provocan asombro. Cuando nos indignamos ante una injustica o alabamos una conducta honrada, decimos: ¿cómo es posible? El cielo estrellado sobre nosotros y la ley moral dentro de nosotros, como señalaba Kant.

Hoy poseemos tanta información y fluye de forma tan rápida que nada nos sorprende, nada nos atrapa el tiempo suficiente como para que brote la pasión por saber, por conocer algo a fondo. Cuando sentimos asombro, reconocemos nuestra ignorancia, decía Aristóteles. Sin embargo, en la sociedad de la información nadie se siente ignorante. Los infinitos flujos de información aniquilan cualquier posibilidad de pararnos a reconocerla. Todos tenemos muchos datos a nuestra disposición, información potencial. Creemos saber mucho porque podríamos saber mucho. En un mundo acelerado, abarrotado de pantallas cambiantes, nadie experimenta el vértigo ante lo que desconocemos. Los flujos de información son más rápidos que los flujos de nuestra conciencia reflexiva. La efímera curiosidad y la volátil sorpresa han sustituido al verdadero asombro ante la realidad.

No dejamos tiempo al mundo para que nos intimide. Así tampoco es posible la verdadera literatura. El poeta José Mateos suele decir que la poesía nace del asombro ante las cosas más sencillas. Y nos remite a los primeros filósofos, los presocráticos. Si no somos capaces de aturdirnos ante lo milagroso de la existencia de cualquier ser, por insignificante que nos parezca, la poesía y la ciencia no tienen sentido.

Que las cosas no nos afecten y pongamos cara de Buster Keaton tiene terribles consecuencias. Todos los poetas afirman que la poesía desarrolla nuestra sensibilidad. Nos vuelve mejores observadores del mundo, condición necesaria para la creatividad artística y científica. Y esa sensibilidad, como dice Pedro Sevilla, es la que también utilizamos para detectar las injusticias y el sufrimiento de los demás.

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