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La ciudad de sombra

La ciudad de sombra

20 de enero 2015 - 01:00

En la Ciudad de Sombra todo es ruina, descalabro y desidia. Habitada por las voces de los perdidos, Balma se retuerce entre su miseria, ahogada en una espesa niebla. Los escombros rezuman tristeza y abandono, incluso pensamientos de desaparecidos, de los perdedores, aniquilados por la inquina.

Luis Mateo Díez ha creado un territorio de palabras, de formas de decir, que no es poco. No describe la ciudad, la escribe. Todos sus personajes, sus voces, son supuraciones de ese espacio urbano y creativo. En la Ciudad de Sombra habitan los que no tienen nada que esperar y los que huyeron de todo, hasta de sí mismos. Porque tras la Contienda sólo queda miseria, ruinas vitales y memorias erosionadas por el odio.

El entramado poético de Luis Mateo Díez desemboca en novela, en relato; su prosa se construye con formas que dejan un rastro de lirismo puro. 'La ciudad de los perdidos' (Alfaguara, 2014), como toda su obra, puede ser degustada como un gran poema que descifra un territorio a la vez que lo construye.

Cuando los personajes hablan, lo hacen desde una carencia, siempre desde un retiro o una pérdida. Es un hablar desde la retirada del ser, desde el continuo alejamiento. El desgaste de la vida genera desasosiego y penuria existencial en los que habitan la Ciudad de Sombra. Es una penuria cómica y reflexiva, fruto del ingenio del desorden interior. Las enrevesadas andanzas del protagonista se nutren de la ironía y el esperpento de los pobres. Sobrevivir en la noche, como un perro abandonado, es la única aspiración de los perseguidos.

Somos seres esencialmente urbanos, capaces de convivir todos juntos en muy poco espacio. La ciudad es un territorio de palabras y símbolos. Es el territorio de la civilización y sus locuras, el espacio del poder y las utopías. Los personajes urbanos de las novelas brotan de las calles, de los lugares. Y la ciudad emerge de las acciones cotidianas de sus moradores. Las estructuras de poder aparecen reflejadas en la distribución espacial, en la delimitación de los espacios públicos, en las prohibiciones y en la memoria cristalizada de sus empedrados. Las ciudades son construidas por anhelos, odios, proyectos, sueños y hábitos. En la Ciudad de Sombra todo está presente y ausente al mismo tiempo: cada calle es una cicatriz que supura tanto las desesperanzas individuales como los chirridos de las estructuras de poder y sus sinrazones.

Habitamos las ciudades como si fuesen un espacio natural, como si estuvieran ahí desde siempre y se rigieran por las leyes inexorables de la naturaleza y la geometría. Nos encontramos con un espacio urbano ya dado. Sólo cuando se producen contradicciones o desequilibrios urbanísticos graves somos capaces de pensar la ciudad y sus fundamentos. Pero las modificaciones de la ciudad se presentan como un proceso natural e inevitable.

No es fácil identificar las contradicciones. El poder las disfraza constantemente bajo los rótulos de bienestar y progreso. Pensar que otro espacio urbano es posible implica revelar los intereses económicos y políticos que hay detrás de todo plan urbanístico. Otro espacio urbano es posible porque la ciudad es una construcción social, no un hecho natural. Pensadores como Henri Lefebvre ('La producción social del espacio'. Capitán Swing. 2014) o David Harvey ('Espacios de esperanza'. Akal. 2007) abordan la ciudad y el urbanismo con las herramientas analíticas del marxismo. Su lectura puede servir para entender las transformaciones urbanas recientes y cercanas.

No se trata sólo de ver cómo se concreta la lucha de clases en los planos de nuestras ciudades, sino de explicar cómo el espacio urbano pertenece al gran capital, no a la comunidad. Los espacios públicos desaparecen, son desactivados. Los centros históricos son ahora barrios marginales, olvidados, escenarios de posguerra, sucios y sin expectativas. Los grandes centros comerciales se han constituido en ciudades paralelas, sin ciudadanos, donde se ha concretado lo que ya se sabía, que en este modelo político y económico sólo somos consumidores y asalariados, con lo justo para mantener esas ciudades paralelas del gran capital. Las actividades culturales de los centros históricos y las actividades políticas, aunque existen y existirán, han sido marginadas, desvitalizadas. Ha bastado con dejar caer los edificios, no limpiar las calles, asfixiar al pequeño comercio, dificultar la movilidad, paralizar los proyectos culturales y dejar un boquete de ruina y desidia como muestra...

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