"No dejéis que me duerma"

El preso inocente de Topas pasa sus primeras horas en libertad deslumbrado por el horizonte, el campo y el cielo. "Mi vista ya estaba acostumbrada a no mirar más allá de la pared del chabolo"

Pedro Ingelmo / Béjar (Salamanca)

26 de julio 2008 - 10:00

“¿Quieres dormir un poquito, Rafael?”. “¿Dormir? No, no. No dejéis que me duerma. Quiero verlo todo. Es tan grande…” Así empezó ayer su aventura en libertad Rafael Ricardi, su regreso a casa en la parte de atrás de un coche equipado con extraños artefactos como ese elemento que iba mostrando mapas y hablaba con su conductora y abogada, Antonia. “Qué inventos”. Por supuesto que Ricardi no sabe lo que es un GPS ni tampoco ha hablado nunca por un móvil hasta que hace un momento lo ha hecho con su hija. Se lo ha entregado maravillado a Ezequiel, el otro acompañante, un amigo de su hija Macarena que, siendo de Buenos Aires, dice que se le ha pegado la guasa de Cádiz. Y Ricardi ríe por primera vez desde que disfruta hace unos minutos de libertad. No, lo último que quería Ricardi era dormir, como si hubiera estado durmiendo todo este tiempo. Paran en una gasolinera y la rodea entera, lo mira todo. Ve un parque infantil y no para de reír.

Nos lo cuenta en una venta de Jarilla, muy cerca de Béjar. Un plato de jamón y queso para celebrarlo. El se agarra al botellín de cerveza, pero no quiere comer. O, mejor dicho, no puede. “Es que no puedo”, y se señala la boca del estómago, donde están concentrados todos los nervios desde esta mañana. Le ofrezco un cigarrillo y lo enciende con cierto temblor. “Esta mañana me he fumado un cigarro tras otro. Me he fumado un paquete entero, esperando”. “¿Qué has hecho esta mañana?”. “Pasear arriba y abajo como un gato enjaulado por el patio con mis dos amigos”. “¿Quiénes son tus dos amigos?” “Alvarito y El Viejo, dos buenos amigos, muy buenos”. “¿Con ellos pasabas el tiempo? ¿Jugabas a algo?” “Al parchís. En todo este tiempo me he hecho un campeón de parchís. Todo el mundo me quería tener de pareja. Nadie juega como yo al parchís”.

Y vuelve a sonreír, por segunda vez, porque en su rostro lo que domina es una especie de miedo, de temor a todo, de temor a este mundo que él ha redescubierto que era muy grande. El jamón y el queso siguen muertos de risa en el plato. Ricardo lo mira como para no hacer el feo, pero no puede. Y enseña los dientes, bueno, su inexistencia. No hay ninguno en su boca y hace un gesto como de disculpa. Sí, un mundo muy grande porque hasta ahora era muy pequeño. “Nos pasa a todos los presos. Tenemos problemas de vista porque nos acostumbramos a la distancia corta, a la distancia de la pared del chabolo. Es un sitio de cinco metros de largo por dos y medio de ancho. Depende del compañero que te toque pues ves las noticias o no las ves. A mí me gustan las noticias pero tuve un tiempo un compañero que decía que no le gustaban y no veía noticias “. “¿Cuánto tiempo pasabas en la celda?”. “Mucho. Nos sacaban de 9 a 2 y luego nos volvían a chapar hasta las cuatro y media y luego volvías a chapar a las ocho y ya hasta las 9. Entonces eso, que acostumbras la vista y ahora veo todo esto hasta tan lejos…” “¿Y la rutina esa todos todos los días?”. “Todos todos los días, todos los días iguales. Muchos días iguales”. “¿Qué es lo primero que has sentido al salir?” “Uf, nervios”. “¿Y después?” “Bueno, había tantas cámaras… la verdad es que ha habido un momento en que me he mareado un poco y todo”.

Bueno, pero eso ya ha pasado. “¿Qué es lo que te gusta, el flamenco?” “Sí, el flamenco me gusta mucho”. “¿Quién?” “Camarón”. “Pues Camarón ya va a ser que no. ¿Conoces al Capullo de Jerez?” “Qué va. No conozco a ninguno nuevo”. “¿No escuchabas flamenco en la cárcel?”. “No, allí sólo se escuchaba el bakalao ese”. “Ya, el chunda chunda”. “Sí, eso”, y sonríe por tercera vez, mira de reojo el jamón y sigue fumando concienzudamente.

“¿Y ahora qué? ¿Qué tienes pensado?”. “Bueno, tranquilizarme”. “Ibas a clase en la cárcel, ¿qué tal se te dio?” “Cuatro años en el colegio, pero qué va, no se me quedaban las letras”. “La erre, las tres erres”, apunta Antonia. “Sí, la erre”. “Ahora volverás a intentarlo”. “No, yo creo que ya no. En la cárcel me leían los periódicos los amigos”.

Un tono un poco más grave para hablar de los flecos del caso. Antonia explica los pasos que hay que dar y Ricardo escucha atentamente, torciendo el gesto hacia la amargura. Menciona Antonia la indemnización, que tardará mucho en llegar, que, mientras, se tendrá que ayudar a Rafael desde el organismo competente, que tiene poca más ropa de la que lleva puesta, que, en fin, todo ha sido una cadena de desastres. Y Rafael ya como que no quiere escuchar, como que mira más allá de la ventana, empapándose de la novedad del escenario. “No hay nada que repare esto, nada”, reflexiona, “mi niña tenía ocho años... era así”, y pone la mano a la altura de su rodilla. “Y ya, Rafael, es toda una moza. Y muy inteligente, que me lo ha dicho Antonia”. Ahora sonríe con orgullo. Regresamos un momento al asunto de la burocracia y Ricardo se sorprende de que “para entrar no me hicieron firmar ningún papel, pero no se figura los que he tenido que firmar para salir”. Como parece que el jamón se va a quedar ahí, procedemos a una despedida a pie de coche. “Antonia, ponle algo de flamenco”. “Nada de flamenco. Las Pitorrisas, una chirigota para reírnos”. “Vaya, que nada de flamenco, Rafael, no hay suerte”. Se encoge resignado, una pizca divertido. “Sí, el carnaval me gusta”. Y allí se aleja Ricardi en la parte de atrás del coche, a ritmo de chirigota. Se acabó, de momento, el carnaval en el que al inocente le disfrazaron de culpable.

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