La democracia y otras utopías

Cerebros en toneles

Juan Carlos González García

19 de mayo 2015 - 01:00

Jerez/Norberto Bobbio ya habló hace muchos años de las promesas incumplidas de la democracia. Ahora, la crisis económica y política ha vuelto a poner en evidencia esas promesas. Con la democracia surgió la filosofía política, una disciplina que reflexiona sobre el poder, la legitimidad, el concepto de ciudadano, la justicia, la libertad… De algún modo, la teoría política da por hecho que todos estos conceptos son problemáticos y lo van a ser siempre. La democracia representativa moderna apareció desde el principio como un sistema imperfecto, pero sin alternativa real.

Las promesas de las que hablaba Bobbio siguen sin cumplirse. Los ciudadanos, como individuos libres, racionales y autónomos, deberían ser los protagonistas de la democracia. Según la teoría, son los ciudadanos los que, tras realizar un cálculo racional, deciden pactar, establecer una autoridad política y unas instituciones. Ceden parte de su libertad voluntariamente para formar una voluntad general que se ha de concretar en instituciones. Son los individuos los que eligen a los miembros de esas estructuras. Sin embargo, desde el principio aparecieron los grupos de intereses, los partidos, y se convirtieron en una especie de mediadores, de traductores de las necesidades de los individuos. Los partidos se presentan como el mecanismo necesario para encauzar el pluralismo político y los anhelos de la ciudadanía.

¿Qué es un representante? Suena muy extraño que un individuo sea capaz de representar los intereses de otro individuo o de un grupo. No se trata de un acuerdo mercantil: te voto para que representes fielmente lo que yo necesito. Como la lógica del mercado ha invadido los procedimientos democráticos, los partidos ofrecen sus servicios de representación a los votantes, consumidores. Y los ciudadanos esperan que, una vez en el poder, los concejales y los diputados cumplan lo prometido. Los partidos, entonces, lo prometen todo. Todos prometen todo. Como no puede haber reclamaciones por incumplimiento de contrato, al final los programas electorales son casi iguales, lo acaparan todo. Los ciudadanos ya no esperan que se hable del bien común, ni del interés general.

Como estas expectativas fracasan y no hay hoja de reclamaciones, el ciudadano se cansa. En lugar de participar activamente en el sistema democrático, se aleja progresivamente de él. La apatía corroe todo los mecanismos previstos. Y la abstención no es el único problema. Todo el tejido de asociaciones y todas las redes de la sociedad civil se desinflan. Se reducen a la mínima expresión. El ciudadano se limita a consumir televisión. Se vuelve un ser pasivo, manipulable y aburrido. Ni se identifica con sus representantes ni hace nada por cambiar la situación.

El ciudadano se ha dado cuenta de que los grupos de poder, visibles e invisibles, son los que controlan a sus representantes. Toda la campaña electoral es un engaño, un trámite por el que tenemos que pasar para que todo siga igual. El debate se traslada a los grandes medios de comunicación, que están al servicio de esos poderes económicos.

¿Hasta aquí ha llegado la modernidad? ¿Qué ocurre con los modelos de democracia directa, sin representantes? Se necesitaría una descentralización del poder, una reducción de los Estados y una verdadera educación ética y política. La complejidad de nuestras sociedades nos obligaría a tomar decisiones sobre asuntos muy técnicos. Y los horarios laborales tendrían que ser adaptados. No es fácil ser un ciudadano comprometido con los asuntos públicos. Como tampoco es fácil debatir en una asamblea, de forma constructiva, para alcanzar verdaderos acuerdos. Si bien las nuevas tecnologías de la comunicación pueden propiciar la democracia directa, lo realmente difícil es transformar la noción de ciudadano. Ahora se ha potenciado sólo la libertad negativa y nuestra dimensión económica: elegimos y consumimos. Disponemos de derechos, pero sólo son una coraza defensiva, cuando funciona. La democracia participativa y directa se centra en la libertad positiva, la constructiva. Bobbio se quejaba de que la democracia no había impregnado todos los contextos sociales. Se había quedado en la superficie. La democracia como mercado considera un estorbo al ciudadano que va más allá de la elección de sus representantes cada cuatro años. Una democracia directa en la fábrica, en la universidad o en el barrio implicaría otro modo de producción.

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