Mitos, prejuicios y ciencia abierta
Educación | Cerebros en toneles
El 10 noviembre se celebra el Día Mundial de la Ciencia para la Paz y el Desarrollo. Este año se hace hincapié en promover una “ciencia abierta”. Se conmemora en todo el mundo desde el año 2002 para recordar el compromiso asumido en la Conferencia Mundial sobre la Ciencia que se llevó cabo en Budapest en 1999, según nos explican en la página de la ONU. Allí se aprobó la “Declaración sobre la ciencia y el uso del saber científico”. Desde 1986 se celebra también estos días La Semana Internacional de la Ciencia y la Paz.
La declaración de Budapest es muy razonable. Parte de la estrecha relación entre la ciencia, la tecnología y la sociedad. El conocimiento debe ser utilizado para mejorar la vida de las personas, desde el punto de vista económico, médico, social, cultural y político. Se reclama en ese texto un debate democrático sobre la producción y aplicación del conocimiento. Y para que los beneficios de los avances lleguen a todos, se exige una reflexión sobre los grandes desequilibrios sociales existentes.
El objetivo de este año es que la ciencia sea accesible a todos los ciudadanos. Es decir, la investigación científica y los datos tienen que estar al alcance de todos. Por lo tanto, habría que eliminar todas las brechas que convierten la ciencia en un recinto cerrado. En el sistema educativo no podemos acabar con todas ellas. No podemos modificar el proceso de elaboración de los Planes de I+D+i, que podría ser más participativo. Tampoco podemos cambiar el sistema de investigación, con la distribución de recursos económicos y méritos académicos…
En lo que sí tenemos cierta responsabilidad, junto con los medios de comunicación, es en promover las vocaciones investigadoras y ofrecer una adecuada formación básica. Las tareas de divulgación son esenciales para despertar la admiración y el deseo de saber. Aquí es crucial qué imagen de la actividad científica transmitimos a los jóvenes.
Porque a veces da la sensación de que hay un escalón insalvable entre los expertos y el resto de la población. Como si habitaran en otro mundo. Manejamos estereotipos que circulan en los libros de texto, en el cine y en los medios de comunicación. Son clichés que no nos muestran cómo es el verdadero trabajo de un investigador.
Hay varios mitos y prejuicios acerca de cómo funciona la ciencia que convendría repensar. En primer lugar, deberíamos cambiar el singular por el plural, y hablar de prácticas científicas. No hay un método único para todas las ciencias. Hay muchas formas de investigar. En segundo lugar, la verdad, la coherencia y la utilidad son muy importantes, pero hay otros valores que impregnan la actividad de los científicos, como los estéticos y éticos.
Las ciencias son actividades humanas, condicionadas por intereses, por el contexto social y cultural. Nadie se libra completamente de los sesgos cognitivos. En tercer lugar, la investigación no es un hecho solitario, de un genio aislado y con capacidades sobrehumanas. El trabajo científico es colectivo, funciona en equipos, en redes. En cuarto lugar, la política científica no corresponde solo a los expertos. Todos los ciudadanos podemos participar y decidir en qué se debe investigar… En el fondo, todos estos mitos han contribuido a deshumanizar la labor de los científicos.
Hay dos libros que pueden ayudarnos a reflexionar sobre esa imagen distorsionada. “La manzana de Newton y otros mitos acerca de la ciencia”, editado por Biblioteca Buridán, es una obra colectiva en la que diferentes especialistas analizan 27 mitos. Hay mitos de la historia de la ciencia sobre temas concretos que todavía aparecen en algunos manuales. Patricia Fara, por ejemplo, habla de uno muy conocido: “Que la manzana cayó de verdad y que Newton inventó la Ley de la Gravedad, eliminando con ello a Dios del Cosmos.” También hay mitos de cuestiones generales. Michael D. Gordin aborda otro muy extendido: “Que hay una clara línea de demarcación entre la ciencia y la pseudociencia”.
“Perdidos en las matemáticas. Cómo la belleza confunde a los físicos” es de Sabine Hossenfelder, publicado por Ariel. La autora es una física dedicada a la gravedad cuántica. Conversa con varios físicos actuales para hablar sobre qué papel representan criterios como la belleza, la simplicidad, la naturalidad y la elegancia a la hora de aceptar teorías en física de partículas. Reflexiona sobre los sesgos que influyen en los investigadores, el papel de los experimentos y de las matemáticas, la estructura de las comunidades científicas, los intereses, las dinámicas internas…
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