El teatro viviente
Redes sociales e internet hacen imposible asimilar datos e interpretar la realidad. Si se abriese el telón, detrás sólo habría apuntadores anónimos que avivan el fuego de las masas.
Entre sus múltiples formas de manifestarse, la imaginación puede aparecer como un cuadro en blanco que invita a practicar arte rupestre, permitiendo dar rienda suelta a los impulsos, emociones, realidades o sueños. Esa inquieta facultad del alma, que representa imágenes verídicas o ideales, permite interpretar al presente o al pasado y conjeturar incluso sobre el futuro o el más allá. La maquinaria del pensamiento es de estilo libre, primitiva, no adscrita a escuelas, ni a corrientes o generaciones, es creativa y polifacética, surrealista o precolombina, vanguardista o abstracta, contraria a la ciencia exacta, natural y espontánea, contundente e indescifrable.
Imaginar es un recurso expresivo que habla sin palabras. Si cierro los ojos y dejo volar la mente, puedo caminar por la Gran Muralla China, o navegar por el Golfo de Penas, incluso podría mantener una conversación con James Dean, en la que intentaría aclarar si es cierto que afirmó “no poder cambiar la dirección del viento, pero sí ajustar las velas para llegar siempre a mi destino”. Las ideas no entienden de reglas, ni de límites o fronteras, pero hay que controlar el timón si no queremos zozobrar. Una mente imaginativa siempre está expuesta a creerse sus propias fantasías, a perder el contacto con la realidad, y eso tiene sus consecuencias.
Enlazando directamente con las repercusiones de ese surrealismo artístico o, tal vez, psíquico, o puede que viceversa, no dejo de pensar en lo que me sucedió hace unos meses. No lo sé, estoy confuso. Visitaba el Museo Reina Sofía de Madrid, que albergaba una retrospectiva de mi admirada Louise Bourgeois y, ni por asomo, imaginaba verme envuelto en una rocambolesca situación, que me ha generado una profunda duda existencial. La muestra, abierta con el lema o sentencia de ‘El arte es la arquitectura del pensamiento’, me sobrecogió por su psicodelia, resultando premonitoria de los acontecimientos que estaban a punto de ocurrir. La exposición en sí, no debía sorprenderme, pues conocía ampliamente a la artista, pero acabé abandonándola cargado de poderosas vibraciones, por las sugerentes e inquietantes creaciones que pude observar. Me sentía impactado y reflexionaba sobre el poderoso influjo que la diminuta escultora parisina ejercía sobre mí, con sus gigantescas arañas, sus habitáculos estremecedores, monumentales y laberínticos, por su persistente recreación del pasado, con intenciones expiatorias, y el sentido onírico de sus esculturas. No podía por menos que adquirir un catálogo a la salida del museo y, cuando me disponía a ello, observé a una señorita que hacía lo propio.
Me llamó de ella poderosamente la atención que reclamase con insistencia un libro editado para la exposición que Bourgeois realizó en 2000 en el Reina Sofía. Pero ese incunable estaba agotado y la desolación se evidenció en su rostro. Una mujer que la acompañaba, parecía no alterarse por ello, no le prestaba atención, ni la consolaba, mostrándose ausente, escuchando, tal vez, música. Desconozco qué me incitó a hacerlo, pero me apiadé de ella.
— Perdone que me entrometa, pero tengo dos copias de ‘Memoria y arquitectura’, el ejemplar al que usted se refiere, me agradaría regalárselo, si no tiene inconveniente —le sugerí con una naturalidad y carencia de timidez impropias de mis tendencias asociales—.
— Hola, me llamo Marta, qué tal. Perdone si me ruborizo, pero no imaginaba encontrarme en estas circunstancias con alguien tan amable.
Sus emotivas palabras me estremecieron, pero, a la vez, sentía un extraño desconcierto porque su acompañante permaneciese ausente, casi autista, sin inmutarse, zigzagueaba la cabeza al ritmo de las canciones que, a buen seguro, escuchaba en sus auriculares.
— Para mí ha sido como un regalo el que usted se interese precisamente por ese libro —le dije con afecto—. Sé que le resultará extraño, pero aquel año de la última exposición de Bourgeois en Madrid, lo adquirí por partida doble, pensando que algún día encontraría a alguien que lo mereciese.
— Vaya, es curioso, pero no sé cómo corresponderle a usted.
— Llámeme Mario, es un placer conocerla. Sólo le pediré un gesto recíproco, que acepte invitarla esta tarde a un café en el Círculo de Bellas Artes y así le entregaré su ansiado ejemplar.
— Por supuesto ¿le parece bien a las siete?
— Cómo no, pero tutéeme, por favor.
— ¿Te importa que me acompañe mi hermana Nuria? Perdona que ella no te haya saludado, pero está absorta con Bob Dylan, su cantante favorito. Es Licenciada en Bellas Artes y, quizás, debía ser ella la que se estuviese relacionando contigo.
— No te preocupes, Marta, allí os espero a las dos.
Pese a llevar mucho tiempo sin relacionarme, aquella cita no despertaba en mí grandes pasiones. Vaticinaba algo tormentoso. Aún así, me dirigí al lugar del encuentro con el ánimo de ser agradable. Llegué al número 42 de la madrileña calle Alcalá, quince minutos antes de la hora acordada. Para mi sorpresa, ya me estaban esperando. Nuria seguía absorta, escuchando a Dylan. El saludo fue muy cordial y, como autómatas que conocen perfectamente el terreno, nos dirigimos a la cafetería ‘La Pecera’ del Circulo de Bellas Artes. Nos acomodamos, rodeados de cuadros y silencio depurado. Dos tés con limón y un menta poleo. Marta se mostraba un tanto seria, quizás preocupada. Quise romper el hielo y animar su mirada: le entregué su ansiado libro.
— Muchas gracias, Mario, de verdad, nunca lo olvidaré. Veo que has puesto una dedicatoria en forma de poema ¿es tuyo? ¿podrías declamarlo?
— Por supuesto. Se titula Louise Bourgeois —me dispuse a recitar y observé que, por sorpresa, Nuria se había deshecho de los auriculares, me miró y se aprestó a escucharme—. Dice así: No hay pasillos, todo son puertas / y la arquitectura busca una evasión de la memoria. / Todo es viejo, carcomido, rancio, húmedo / y a la vez desgraciadamente imperecedero. / Crueles pesadillas reales, horribles, cotidianas, / mensajes del pasado, del presente, del más allá. / Desaparecen los muertos /y permanecen sus espíritus con sus pertenencias. / Levita la esperanza, presa del desasosiego. / ¿Dónde está la vida? No existe, no han dejado que exista. / Tan sólo hay una guarida, / en la que no hay arquitectura, / pero sí memoria.
— No tengo palabras. El libro, sin ese poema, sería huérfano. No sé si merezco todo esto —señaló Marta, visiblemente emocionada, mientras su hermana volvía a colocarse los auriculares— Me siento incómoda por la impresión que te pueda causar Nuria y prefiero aclararte, o al menos explicarte, lo que le sucede. Hace cuatro años, se encontró a nuestro padre muerto en casa y, desde entonces, no ha vuelto a ser la misma. Es como si se hubiera desconectado. Los médicos hablan de estrés postraumático, de trastorno obsesivo compulsivo y otras patologías. Lleva bastante tiempo con una fijación obsesiva hacia Bob Dylan —tras mencionar el nombre del músico, nuestra afásica acompañante se incorporó a la conversación y comenzó a hablar—.
— Entiendo que os sorprenda mi devoción por este cantante, pero es una de las pocas cosas que me aferran a la vida. Me enamoré de él y, aunque creo que nuestra relación se ha roto, sigue apasionándome, creo que las letras de sus canciones están compuestas para mí.
— Cuando hablas de relación, ¿a qué te refieres, acaso le conoces personalmente, mantienes correspondencia, correos electrónicos o te comunicas por teléfono o chat? — Le pregunté a Nuria con una mirada inquisidora que no dejó indiferente a su hermana Marta que, temblorosa y desconcertada, se llevaba las manos a la cabeza—.
— Bueno —respondió Nuria—, la comunicación entre los dos es un poco particular. Me registré en su red social de Facebook y, aunque nunca se ha dirigido a mí directamente, creo que lo hace con las frases o fotos que va insertando de vez en cuando en su muro, pienso que van dirigidas a mí. En junio de 2010, le envié un e-mail para quedar con él unas horas antes del concierto que dio en el Poble Espanyol de Barcelona. Le esperé a las puertas del recinto, pero no se presentó, aunque vi aparecer a uno de sus músicos a la hora prevista, y he llegado a creer que lo hacía para decirle a Bob que yo estaba allí. Le he enviado muchos correos, pero nunca he recibido respuesta. De hecho, le he puesto varios ultimátum y no ha servido de nada.
Era evidente que Nuria tenía un problema y no era, precisamente, de origen musical. Hacerle ver su error, o colocar de nuevo sus pies en el suelo, no era asunto de mi competencia, pero me sentía condescendiente con su situación mental.
— Sabes, este asunto resulta desconcertante y singular —me dirigí a Nuria con voz serena, mirando a la vez de forma cómplice a su hermana Marta—. Quisiera aportarte luz, coincidir contigo, encontrar racionalidad y lucidez a tus interpretaciones. Podría agradarte el oído diciéndote que las letras de Dylan han sido esenciales para el crecimiento intelectual y colectivo de muchas generaciones, o que aprendí inglés con sus canciones. Pero, te seré muy sincero: modesta y honestamente, se da la circunstancia de que soy experto en internet, y he de aclararte que la trastienda desconocida por el usuario generalista y masivo, si llegase a verla con sus propios ojos, le lanzaría un jarro de agua fría a sus ilusiones, o a la realidad virtual que llega a crearse en La Red. La mayoría de estrellas o famosos y, más aún los que vienen de generaciones anteriores al boom tecnológico, como es el caso, tienen empresas y asesores detrás que les mantienen vivas sus páginas web, sus cuentas de Facebook, Twitter, TikTok, Tuenti, etc. Ellos, los ídolos, no están ahí, no tienen tiempo ni para lavarse los dientes y, en muchos casos, carecen de interés por conocer a sus fans. Si se abriese el telón, detrás sólo habría apuntadores anónimos que avivan el fuego de las masas, que relanzan sus ventas millonarias, su caché. Seré más claro: el uso y abuso de redes sociales e internet, altera nuestra capacidad para asimilar datos e interpretar la realidad. Ahora, se me viene a la memoria un tema precisamente de Bob Dylan, que muy bien serviría para resumir todo ello: ‘Jokerman’, bromista en español, que en una de sus estrofas, musitaba: “Eres un manipulador de multitudes, un tergiversador de sueños”.
Pese a mi contundente exposición, Nuria siguió argumentando la veracidad que daba a sus convicciones, de una forma retorcida y recurrente. Era imposible romper el espejo surrealista de sus infundadas ilusiones. Marta se encogió de hombros y no pude por más que armarme de valor para lanzar al aire mi última lanza en pos de la cordura.
— Verás, Nuria, te voy a contar lo que me sucedió cuando tenía entre ocho y once años. Estaba convencido de que lo que ocurría a mi alrededor, era fruto de una función teatral que interpretaba para mí, en vivo y en directo. Creía que la gente con la que me relacionaba eran actores, que nada obedecía a hechos reales, pensaba que participaba en la comedia, que estaba inmerso en una película con guión falso. Lógicamente, la vida se encargó pronto de hacerme ver mi error, ahora te toca a ti darte cuenta.
De forma un tanto brusca, Marta cortó la conversación. Me dio un beso y noté lágrimas en sus mejillas. Se despidió con signos de angustia. La única y última noticia que tuve de ella fue un e-mail, reenviado también por SMS, en el que me decía: “Ojalá pudiera salir de este teatro viviente. Si tú vuelves a él, como cuando eras un niño, llámame, te espero”…
(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue Editor Jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como Jefe de Prensa del Circuito de Jerez.
Pretextos para no llorar
Vivía de recuerdos,
porque no olvidaba.
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Así, envejecía y moría,
lamentando el pasado.
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A veces, valoraba el presente
y proyectaba un futuro.
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Afrontaba los días,
entre sueños y rutina.
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Al final, siempre caía en desgracia,
echando la vista atrás.
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No podía borrar,
lo que fui y lo perdido.
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Si empezaba de cero,
no me apetecía sumar.
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Inventaba otra vida,
y mi pretexto era llorar.
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Sólo vi la luz, adivinando
que volvía a nacer si amanecía.
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Ahora tengo un pretexto,
para vivir en otro tiempo, que no es ayer.
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© Jesús Benítez
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