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El espíritu romántico de la Feria de Jerez

Clara Zamora Meca. Doctora En Historia Del Arte Y Periodista

09 de mayo 2015 - 01:00

EN 1849, en plena época de exaltación romántica, Eduardo Asquerino incluía en sus Ensayos poéticos unos versos dedicados a la gracia de la mujer jerezana en la Feria del Caballo: "¡Qué de divina belleza! / ¡breve pie, cadera alzada, / blanca mantilla, encarnada / flor en la erguida cabeza, / roja tez, dulce mirada". En esta sencilla descripción laten muchos de los rasgos típicos que el Romanticismo supo reconocer en las expresiones festivas de Andalucía, especialmente en las Ferias de Sevilla y de Jerez, y que hizo universales, trasladándolas hasta nuestros días. Basta pensar en los cuadros del pintor jerezano Fernando Toro Ramírez para comprender cómo esos caracteres románticos se han consolidado en la historia del arte andaluz hasta llegar a representar una manera de ser. Por eso, aunque la Feria de Jerez hunde sus raíces nada menos que en el reinado de Alfonso X el Sabio, es el período romántico el que le ha conferido su peculiar idiosincrasia y su trascendencia folklórica.

El Romanticismo puso de moda España y, sobre todo, Andalucía. Los viajeros extranjeros fueron los artífices, a través de sus textos e ilustraciones, de esta imagen legendaria de lo andaluz, con sus coloreados protagonistas: toreros, cigarreras, bandoleros, bailaoras, gitanillas,... El vino de Jerez, que justificó la presencia en la ciudad de numerosas familias inglesas y francesas, fue uno de los motivos más poderosos de esta universalización. También los propios andaluces contribuyeron, intelectualmente, al éxito de esta imagen. El poeta romántico español por excelencia, Gustavo Adolfo Bécquer, a quien su prolongada estancia en Madrid no hizo desaparecer su profundo espíritu meridional, describió precisamente la Feria de Sevilla en un par de artículos reunidos en la serie "Tipos y costumbres". En ellos, el poeta advertía que no todo era popular y espontáneo en la feria y criticaba las modas románticas extranjeras que, a su juicio, iban desfigurando lo que hasta entonces era tradicional y folklórico. En concreto, echaba de menos la chaqueta jerezana en los mozos andaluces. "En efecto, no busquéis ya sino como rara excepción el caballo enjaezado a estilo de contrabandista, la chaqueta jerezana, el marsellés y los botines blancos pespunteados de verde; no busquéis la graciosa mantilla de tiras, el vestido de faralaes y el incitante zapatito con galgas; el miriñaque y el hongo han desfigurado el traje de la gente del pueblo, y en cuanto a los jóvenes de clase más elevada, que en esta ocasión solían llevar la bandera del tipo sevillano, obedecen en todo y por todo a los preceptos del último figurín".

La Feria de Jerez, desde tiempos románticos, ha interesado a poetas y escritores y, entrado ya el siglo XX, pueden encontrarse referencias de ella en textos de Santiago Montoto, José María Pemán, Antonio Murciano o Manuel Ríos Ruiz, por citar algunos de los más conocidos. En un celebrado poema, Pemán decía que la feria jerezana era "negocio y poesía" y, uniendo ambos extremos, se admiraba de ver cómo "en un alazano pasa, caballero, / con chaqueta corta, don Pedro Domecq el Marqués". Y Antonio Murciano, el poeta de Arcos de la Frontera, la definía como "un soberano de limpia aristocracia que hace negocios fabulosos mientras bate son de palmas a unos volantes de "bailaora", a un manojo de castañuelas y a una guitarra bien templada".

Esta imagen aristocrática de la feria es uno de los clichés románticos más consolidados, en el cual el protagonismo de la mujer es su elemento central. En los cuadros de Ángel María Cortellini (1819-1887), por ejemplo, pueden encontrarse muchos de estos modelos típicos femeninos de Jerez y su entorno. En "No más vino", de 1847, hoy en el Museo Carmen Thyssen-Bornemisza de Málaga, destacan figuras vestidas con indumentarias populares, pero hay muchos otros retratos del mismo autor dedicados a damas románticas que posan en interiores domésticos, con largos vestidos que muestran sus hombros y brazos desnudos y que se derraman hasta los pies en cascadas de volantes. Quizás el "Retrato de una dama en rosa y blanco" que actualmente exhibe el Museo de Bellas Artes de Bilbao sea uno de los más claros ejemplos de este modelo femenino romántico que se dejó también ver en las ferias andaluzas, pues, como escribió Bécquer, las señoras aristocráticas o de la gran burguesía andaluza iban a las ferias vestidas "de punta en blanco y en posturas académicas", destacándose en ellas los "hombros desnudos, cola inconmensurable, tules, gasas, blondas y pedrería".

En rasgos generales, el Romanticismo trastornó completamente el estado de las cosas: las mujeres ganaron en importancia y delicadeza, perdiendo en naturalidad. En su blando nido de afectación ya no cabía nada que fuera vulgar. La romántica debía ser muy sensible a las emociones y a las modas sentimentales. Apoyándonos en el apólogo que acompaña a las bellas artes en general, las dos pasiones que dominan su vida son el ansia de amor, a lo romántico, es decir, nunca satisfecho, y el afán de figurar en sociedad, especialmente en este tipo de citas públicas. La mujer era la dueña y señora de las pasiones y de las formas y es así como la representan los pintores de la época. A ese respecto, es también muy distinta a la mujer clásica: cuando ésta se llevaba un disgusto serio, podía sufrir un paroxismo que le dejase sin conocimiento, pero ahora la mujer se desmaya por cualquier cosa como parte de una actitud teatral ante la vida y suele llevar un pomito de sales para tal contingencia.

Entre los abalorios que debían llevar las damas eran obligados el abanico ricamente decorado, el pañuelo de puntillas, los hombros efectivamente descubiertos según la última moda importada de París, el peinado perfecto, el tocado, el cutis blanco sobre el que relucían sonrosadas mejillas y una actitud firme y recatadamente altiva. Ésta era la imagen del ideal romántico femenino: la muñeca de trapo que requería de una delirante afirmación del yo. En este apogeo del Romanticismo, las mujeres pudientes pudieron entregarse a la fiebre de la indumentaria. Eugenia de Montijo era una de las deidades de la moda en ese momento, modelo que debían imitar las señoras de la alta sociedad. En Jerez, todo iba un poco ralentizado; no obstante, la mujer andaluza supo aunar estas características nacionales con el encanto de sus tradiciones, haciendo de su imagen un estereotipo universal.

Esta atmósfera que describo se revive de alguna manera en la primavera jerezana durante los días de su feria de mayo. Las relaciones entre anfitriones e invitados, cómo ellos cortejan y ellas se dejan cortejar en sus bailes, su manera de engalanarse, de lucirse en los paseos y actos públicos,... en todo ello persiste aún ese espíritu romántico en el que la feria encontró su expresión más perdurable. Es, quizás, lo que hace de este espectáculo de luz y color un acontecimiento social e histórico irreemplazable.

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