La muerte de Europa

EN ocasiones, el futuro está escrito en el pasado. La ignorancia, azote y condena de la especie humana, nos lleva a creer, a imaginar o soñar, depende de la actitud vital de cada cual, pero de modo inevitable, el desconocimiento sobre cuestiones tan básicas para nosotros como la vida o la muerte, el origen o el final; nos fuerza a elaborar, digámoslo así, teorías que aplaquen nuestra incontenible sed de saber.

Europa, el mal llamado 'viejo continente' -es éste un honor que corresponde a África-, pero sí la tierra anciana en la que surgieron, florecieron y perecieron algunos de los más grandes imperios creados por el hombre, también algunos de los sabios, artistas científicos y filósofos que alcanzaron con su sabiduría la cima del Olimpo; se muere. Anciana, gastada y decrépita, intuye el fin de sus días. Se muere de vieja, en este caso, no por cumplir años, sino etimológicamente devorada por sus tres hijos transfigurados, a la sazón, en muy reales diablos, dueños y señores de tres avernos de los que salir es una tarea sólo al alcance de alguien como su abuelo, Zeus, dios de dioses. Así, Minos, o la sublime estupidez de la autocomplacencia patológica; Sarpedón, o el óxido creativo que atenaza la esperanza y Radamantis, la gangrena que abomina de la evolución, que niega la adaptación profunda al cambio que los tiempos imponen, vital e insustituible oxígeno, éste, sin el que la asfixia azulada que provoca el ahogo lapidará, por siglos, el aborto de un futuro aun por nacer; ellos, los tres hijos con que la mitología griega fecundó la unión de Zeus con Europa -aquella princesa fenicia que puso flores sobre el cuello del blanco y manso toro en el que Zeus se había transformado para poder raptar a la mujer que amaba-, han ido royendo, cual impíos caníbales, las entrañas de su propia madre que, ya sin fuerzas ni ánimo para continuar luchando, se deja morir.

Inventamos, nosotros, el 'estado del bienestar', pero no lo podemos pagar; inventamos la seguridad social, pero no la podemos pagar; inventamos las pensiones y la jubilación y el subsidio de desempleo, pero tampoco lo podemos pagar. Vendimos un modo de vida, con derechos fundamentales respetados, con dignidad, con trabajo, pero también con fecha de caducidad, pero no se lo advertimos a nadie. Vendimos tierras yermas y resecas por paraísos verdes, generosos y coloridos, pero ahora no tenemos hojas en las que reclamar. Prometimos libertad, Justicia y futuro; pero dimos garrote, vil y mercenario, a la primera; encerramos, en la más oscura y olvidada de las mazmorras, a la segunda y vendimos, el tercero, a trileros que pasaban por banqueros, a saltimbanquis que 'colaban' por políticos y a toda suerte de advenedizos que figuraban por líderes y profetas…

Hoy, Europa agoniza entre la necesidad, el sufrimiento y la desesperanza de los que la viven. El continente se ha hecho viejo, sin llegar a serlo. Nos pensamos adalides de la civilización, paladines de un Occidente con irrenunciable vocación dirigente, referentes de la cultura, tutores del progreso, celadores del pensamiento actual y de la filosofía ancestral… y, ¡ya ven!, languidecemos, estoicos, asolados por una patología que no podemos sanar.

Todos, sin excepción, queremos saber sobre el futuro. Por una u otra razón el devenir condiciona, en mayor o menor medida, nuestro presente. La necesidad, relativa pero cierta, de no depender en demasía de un mañana inaccesible hoy, termina por alterarlo antes de que sea. En este frenesí de inquietudes y dudas, no deja de resultar curioso, volviendo a la etimología y la posibilidad de una conexión entre el ayer y el mañana, la probabilidad de que la palabra 'Europa', provenga de una raíz semítica que significa 'ponerse el sol'. En efecto, desde la perspectiva asiática, el sol se pone en las 'tierras occidentales', en Europa.

El 'sol' que hoy se pone en Europa, no tiene nada que ver con el cotidiano crepúsculo que nos indica la imposibilidad de recibir la luz y el calor del Sol hasta el alba; la oscuridad que ya se presagia en el horizonte, constata el fin de una era que ha comenzado a concluir hace ya algún tiempo. Los destellos de Europa, por siglos faro de Occidente y referencia de la Humanidad, ya no alcanzan a guiarnos, se pierden en la bruma de una mar que los atrapa, y nos engulle.

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