Pensar

Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

17 de marzo 2025 - 05:05

Pensar, meditar, reflexionar, decidir, buscar, encontrar, mantener … son, a mi entender, las fases por las que, sin más opción, hemos de pasar para tratar de conseguir que nuestra existencia no sólo valga la pena, lo que no sería poca cosa, sino que -y además- sea conforme a lo que en verdad nos deseamos y, sin complejos ni subterfugios, esperamos de nosotros - “de”, no “para”-.

Llegamos al mundo sin saber quiénes somos, y tardamos unos buenos años en ir descubriendo a la persona con la que vamos a compartir la única vida consciente de la que disponemos; unos tardan más, otros menos y el resto no llega a saberlo nunca.

No es un asunto baladí, pues casi todo lo que anhelamos, por lo que nos esforzamos y luchamos, aquello por lo que estamos dispuestos a sacrificarnos, a padecer privaciones, a trabajar duro y continuado para intentar alcanzarlo; ese deseo atávico e innato, esa meta irrenunciable y consustancial con nuestra naturaleza, que no es otra más que la de ser felices; sólo podremos estar en una disposición firme, real y consistente de conseguirla si llegamos a saber quiénes somos, si nos conocemos a nosotros mismos; y no hay otra.

Está dicho y escrito, no una ni dos, sino muchas miles de veces a lo largo y ancho de la Historia, y además de pensarlo y decirlo personas anónimas, como podemos ser usted o yo, lo han confirmado grandes pensadores, hombres que han resplandecido por su prudencia y sensatez, filósofos capaces de elaborar tratados de una brillantez espectacular, mentes privilegiadas por su inteligencia lo han, también, corroborado; lo que está escrito y dicho -apuntábamos- es que esa felicidad que nos llama y nos hace mover, de donde estamos hacia ella, desde lo que “somos” hacia lo que ella “es”, no se logra acumulando patrimonio o riquezas, no se puede obtener “teniendo más”, ni siquiera, aunque a veces lo pudiera parecer, teniendo los bienes que quisiéramos, pero no tenemos. Lo material puede, no lo vamos a negar, confortar: a nadie amarga un dulce y es preferible, por supuesto, vivir con comodidades que sin ellas, o darse el gustazo de conducir un Ferrari -a quien le gusten los carros- en lugar de un Seat Panda, o alojarse en hotel de cinco estrellas en lugar de en otro de tres; pero no es de esto de lo que estamos tratando, ¿verdad que no?

No, no lo es, pues de lo que hablamos es de Felicidad, con mayúscula: de un estado de sosiego y paz; de la ausencia, en la medida de lo posible, de las humanas angustias; de no necesitar la esperanza porque nada esperamos; de tener necesidad de muy poco porque es a penas nada lo que nos hace falta; de no deber y que no te deban; de estar a bien contigo, de dormir profundo y tranquilo; de no hacer daño a nadie, ni queriendo ni sin querer, ni que te lo hagan a ti; de cumplir, sin excusas ni medias tintas ni dilaciones, con las normas morales, sin las que no podríamos considerarnos seres humanos, que libremente nos hayamos impuesto y a las que, con libre voluntad también, hemos decidido ser leales. Exceptuando los males impredecibles de la salud, esta me parece una verdad categórica.

El modo y las formas de alcanzar la felicidad; el tiempo en lograrla que nuestro acierto y determinación haya hecho posible, con las insalvables limitaciones que nos impone nuestra humana condición; la actitud con la que podemos acercarnos al único objetivo cierto, permanente, universal y siempre real: ser felices, es moviéndonos hacia nuestro interior. Nada, que valga la pena lo suficiente, que permanezca lo necesario, que conforte, colme, vivifique y sosiegue en la medida precisa para hacer de la felicidad el sentimiento que nos habite, nada -repetimos- podremos hallar mirando hacia el exterior; el estado feliz que deseamos no lo encontraremos ahí, porque no está, lo tenemos dentro, y es al encontrarnos -no decimos reencontrándonos porque hay muchos que desde siempre han sido, son y serán desconocidos para ellos mismos, por suerte para ellos no han tenido el disgusto de saber quiénes son-, al buscar lo que somos, aunando el para qué con el cómo y el por qué fluyendo hacia nosotros mismos que conseguiremos conocernos.

Para comenzar a intentarlo, con visos fundados de esperanza en alcanzarlo, lo primero es empezar a pensar, haciendo caso a una de las muchas cosas provechosas, interesantes, y sabias, que nos dijo Kant: ¡atrévete a pensar! (Continúa).

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