El precio del universo
Aniversario Jerez, la única ciudad que tuvo edificio propio en la Isla de La Cartuja
Hace 20 años abrió el pabellón de Tierras del Jerez en la Expo de Sevilla, una aventura que costó más de mil millones y más de una década de pleitos
El 20 de abril de 1992, Jerez inauguró un pabellón propio en la Exposición Universal de Sevilla. Para llegar a entender, veinte años después, cómo fue posible que una ciudad contase con un edificio en un evento de esas características, sólo hay que decir dos palabras: Pedro Pacheco.
La misma persona que seis años antes había inaugurado un circuito de velocidad e impulsado un parque temático, Sherryworld, que nunca se hizo realidad. Y la misma que diez años después de la aventura de la Expo celebró unos Juegos Ecuestres Mundiales en Jerez. Sólo en la mente de un alcalde como Pacheco, amigo de las obras faraónicas, podía caber un proyecto así.
A estas alturas, todos saben que Tierras del Jerez acabó con una deuda que, como otros proyectos, ha acabado pasando factura a las arcas municipales de esta ciudad. La cifra que se ofreció en su día fue la de 1.250 millones de pesetas (unos 7,5 millones de euros), que fue la cantidad con la que la sociedad realizó una ampliación de capital en 2001 para hacer frente a la deuda que se arrastraba.
Así fue porque a Pacheco le salieron mal los cálculos. El alcalde, que entonces gozaba de una holgadísima mayoría absoluta, pensó que Jerez podía hacer un buen negocio en la Expo y no sólo por lo que suponía de imagen para la ciudad y su entorno. Para ello, proyectó un pabellón espectacular, con picadero cubierto, cuyo coste ascendía a 2.500 millones de pesetas (15 millones de euros), con carácter permanente en el recinto de la Isla de La Cartuja. Es decir, que después de la Expo se vendería para recuperar o incluso ganar con la operación. Al mismo tiempo, Tierras del Jerez pagó 490 millones de pesetas (algo menos de 3 millones de euros) por la exclusividad de la venta de vinos en el recinto de la muestra universal.
Pero estas dos apuestas, los pilares que iban a sustentar la presencia jerezana en el acontecimiento, se vinieron abajo cuando Expo 92 negó el carácter de permanencia al edificio y permitió que los vinos de Jerez pudiesen consumirse en cualquier lugar del recinto, lo que a su vez obligó a Tierras del Jerez a reducir sus pretensiones ante las bodegas que se iban a instalar en su pabellón. Pacheco atribuyó siempre estas decisiones a la llegada del consejero delegado de la Expo, el socialista Jacinto Pellón, con quien mantuvo un enfrentamiento casi personal que llegó más tarde a los tribunales. Hablamos de años de tensa confrontación política e institucional en los que Pacheco se refería a Jerez como “una isla rodeada de capullos” en alusión a la rosa del PSOE.
Así las cosas, Jerez tuvo que redefinir su proyecto para la Expo. El arquitecto jerezano Ignacio de la Peña Muñoz hizo malabarismos para, con menos presupuesto y en tiempo récord, adaptar el pabellón a las nuevas exigencias. Desapareció el amplio picadero cubierto y se sustituyó por una plaza al aire libre. El nuevo edificio contemplaba en planta baja una hilera de ‘casetas’ entre planchas de hormigón prefabricadas, algunas oficinas en plantas superiores y un restaurante principal. Costó 1.000 millones de pesetas (6 millones de euros) y lo ejecutó, también en tiempo récord (la primera piedra se puso en junio de 1991), la constructora Tecsa.
Para colmo de males, la presencia de caballos, que iba a ser la principal atracción del pabellón, fue una incógnita hasta poco antes de la apertura. Descartada la Real Escuela Andaluza del Arte Ecuestre por motivos ‘políticos’, una epidemia de peste equina justo ese año y en ese momento casi obliga a tener que llevar caballos de cartón al pabellón. Sólo un acuerdo in extremis con el Depósito de Sementales y la Yeguada Militar hizo posible ver caballos y enganches en la plaza de albero que se habilitó entre el escenario y la grada del restaurante principal. Y lo cierto es que cuantos visitantes se acercaron hasta Tierras del Jerez a lo largo de los seis meses que duró la Expo quedaron razonablemente satisfechos con esta oferta y con la del jerezano ballet Albarizuela.
Fue lo más salvable de un pabellón que no funcionó como se pensaba desde el punto de vista gastronómico y con la venta de merchandising. El restaurante principal acabó en manos de una empresa, Restauración para Exposiciones, que regentaba un canadiense que nunca llegó a entender dónde se encontraba y ofrecía mal servicio y mala comida. Salvaron los muebles los nueve ‘caseteros’ llegados de la provincia (Venta Antonio, Mesón El Coto, El Pico de Oro...) con una oferta más acorde, aunque a costa de sufrir importantes pérdidas. Los porcentajes (en torno a un 15%) que se embolsaba por cada venta Expo 92 obligaban a elevar los precios (mil pesetas de media la ración) y había días en los que las ‘casetas’ estaban vacías. Los seis meses se hicieron muy largos para muchos de estos hosteleros, que fueron ‘cazados’ al vuelo por Tierras del Jerez para dotar de contenido y servicio al pabellón.
El paradigma del despropósito que acabó siendo este proyecto fue el androide o robot que estaba llamado a ser la estrella del pabellón, otra idea sobre la marcha surgida a raíz de la reconfiguración forzada de este espacio. Era un personaje del siglo XVIII, construído a base de cables, mecanismos y látex, que animaba a consumir vinos de Jerez con un catavino en la mano mientras hablaba. Se supone que iba a atraer a miles de visitantes cada día en una Expo en la que lo tecnológico (véanse la gran pantalla Jumbotrón o el monorrail situados junto al pabellón) era el santo y seña de una nueva era. Pero el robot del llamado ‘capitán Thomas Coram’ funcionó poco y mal. Costó 25 millones de pesetas (150.000 euros) y acabó expoliado en los días posteriores a la muestra, aunque oficialmente, para evitar el bochorno, desde el Ayuntamiento se dijo que había sido trasladado a Jerez para volver a ponerlo en uso.
Y es que Tierras del Jerez se despidió precipitadamente de la Expo. Tan sólo su gerente, Benito Carrillo, aguantó el tipo como buen capitán de barco, hasta el último momento, soportando los sinsabores de aquellos días y los que se avecinaban. Los meses siguientes al fin de la Expo fueron una sucesión de demandas de todo tipo. A Tierras del Jerez le esperaban años de pasos por los tribunales, en unos casos como demandante y en otros como demandada. La imagen del pabellón tres años después de la Expo, aún en pie, era la de un lugar abandonado a toda prisa. Oficinas con papeles confidenciales por los suelos, manojos de llaves tirados... El dietario del concesionario del restaurante, que abandonó la Expo días antes del final, reflejaba parte de lo vivido allí: “El pescado ya huele. Hay que salir de él como sea”, escribió el canadiense a sus empleados.
Pacheco trató de minimizar los efectos. Primero, anunciando la presentación de un pleito contra la Jacinto Pellón, la Sociedad Estatal Expo 92 y Telemundi, empresa holandesa a la que adquirió derechos. La demanda, que durante más de una década llevó el bufete del abogado cordobés Antonio de la Riva, exigía el pago de 1.500 millones de pesetas en concepto de indemnización por daños y perjuicios por la pérdida del carácter de permanencia del pabellón y la ausencia de exclusividad para los vinos de Jerez. Con ello, se esperaba recuperar casi toda la inversión por la presencia jerezana en la Expo. Pero el pleito nunca se ganó, a pesar de que Pacheco llegó a ofrecer los ‘derechos’ de esta demanda a varias empresas en un intento de ‘salvar’ lo que fuese.
Se pudo evitar en los tribunales el pago de los 80 millones de pesetas que exigió Agesa (la sociedad de gestión de activos de la Expo) en concepto de custodia y derribo del pabellón en 1996. Tierras del Jerez ‘escapó’ del pleito de los empleados del restaurante principal (el del canadiense) por impago de sus salarios pero no tuvo tanta suerte con otro caso, el que le obligó a pagar 24 millones de pesetas a la empresa BSB Especializadas.
Algunos ‘caseteros’ también mantuvieron litigios tanto con Expo como con Tierras del Jerez por supuestas cantidades no declaradas en la venta de productos.
Antes del derribo del pabellón en 1996, el Ayuntamiento de Jerez estuvo a punto de cerrar su venta al Colegio Oficial de Médicos de Sevilla por 300 millones de pesetas, precio que se refería al edificio, a la estructura, ya que la propiedad de los terrenos nunca fue de Tierras del Jerez. Pero finalmente se desechó esa opción y, tras la demolición, en el solar que ocupó el pabellón jerezano se instaló el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). De los materiales de desecho sólo se pudo recuperar mármol, algunas vigas, perfiles de acero, algunos focos y un cuadro de luz, por los que alguien pagó cinco millones de pesetas. La sociedad Tierras del Jerez figura hoy como activa con impagos en el Registro Mercantil.
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