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Diario de las artes
LOS agoreros interesados del arte llevan tiempo anunciando que la pintura figurativa, en todas sus vertientes, era algo que estaba moribunda y dando sus últimos estertores. Alguno, incluso, lo manifestaba con determinación, cuando era un hecho absolutamente constatable el momento tan trascendental por el que pasaba ese modo de expresión con pintores de primerísima categoría copando todos los centros, las mejores salas de exposiciones y hasta algunas galerías, antes reacias a la figuración, abriendo sus fondos e inundando sus catálogos de artistas que hacía de la representación su manera habitual de actuación. El error de aquellos, por tanto, ha sido manifiesto. En esta zona, la pintura que tiene a lo real y sus circunstancias como centro de interés goza de una salud extraordinaria y son muchísimos los artistas de calidad indiscutible los que están de actualidad y en las mejores situaciones donde acontece lo más trascendente del arte. Los nombres permanecen en el imaginario de los buenos aficionados y sus reconocimientos están a la orden del día.
Hace unos meses se inauguraba por todo lo alto el Museo del Realismo Español Contemporáneo -MUREC- de Almería; su puesta en escena constituía todo un acontecimiento. Su colección permanente -porque no nos olvidemos, un museo o un centro de arte que se precie debe tener una mínima colección para ponerse en marcha- acoge numerosas obras de artistas de importancia, bastantes de nuestro entorno. En dicho Museo, para iniciar el programa de muestras temporales, el periplo comenzó con una exposición de Joaquín Sorolla a la que ha seguido la que se inauguraba el jueves pasado. Su autor, un pintor jerezano de los considerados de media carrera que es artista de mucha importancia y, a pesar de su juventud, en plena madurez; artista de referencia para los propios artistas. Su nombre Eduardo Millán y su pintura, el testimonio de ese realismo veraz, sin afectación y alejado de cualquier estamento pacato, que abre la mirada para posicionarla en situaciones que van más allá de lo que ella simplemente capta.
A Eduardo Millán lo conozco desde hace tiempo y sé de su rigurosa realidad como artista en ejercicio. Es pintor serio, metido de lleno en el universo artístico y al margen de las maledicencias de una profesión donde demasiadas alharacas están al cabo de la calle. Eduardo es pintor de los que pintan todos los días, de los que jamás abandonan las obras y, sin estar delante del caballete, sigue pintando y dándole vueltas al asunto. Este que esto les escribe pasa bajo su estudio todos los días y todos los días hay un balcón abierto porque Eduardo está pintando. Su obra es minuciosa, tremendamente minuciosa; es crítico con su trabajo hasta la desesperación y nunca está satisfecho con lo que hace. Por eso es pintor de pintores y su obra es tenida en cuenta en todos los sectores.
Eduardo tiene su taller en una antigua casa señorial en la jerezana Plaza de la Asunción. Las estancias de la misma se han convertido en un auténtico laboratorio. Y es que la pintura de Eduardo Millán es, prácticamente, una realidad casi científica. Por todos los lados del viejo espacio hay señales inequívocas de la pintura del artista; incluso, desde la calle puedes atisbar signos de su trabajo. Hay líneas que marcan las posiciones del sol a determinadas horas, mediciones y cálculos para saber a qué atenerse en cualquier momento; asuntos técnicos que muchos son elementos de su propia pintura y aparecen sempiternos en sus obras.
Como en este universo de voceros sin criterio, maestros de todo y actuantes de nada, existen tantos suspicaces equivocados, a la pintura de Eduardo, éstos la han encasillado en un tipo determinado de realismo. Tal argumentación que no sería ofensiva, ni mucho menos, no es cierta. La pintura de Eduardo lleva consigo una constante evolución desde una figuración que, nunca, ha sido mágica sino auténtica, hasta una pintura cambiante que oferta posiciones ajenas a lo simplemente mimético; una pintura llena de registros, de verdades manifiestas, de dimensiones claras hacia el verismo absoluto del arte.
La exposición que se presenta en el antiguo hospital almeriense nos conduce por la última pintura de Eduardo Millán; esa que goza de todos los planteamientos de la gran pintura de siempre; que se sustenta en el conocimiento absoluto del medio; en la técnica privilegiada que asume todas las circunstancias plásticas y formales para emprender cualquier situación por difícil que esta fuera. Pero esto que debería ser de obligado cumplimiento en cualquier artista es, en él, sólo una poderosa referencia más. En sus obras hay rigor en el planteamiento; mucho rigor; nada está dejado al azar, sino que cada pincelada es la consecuencia de un profundo análisis de una circunstancia que nunca va a ser casual. Por sus lienzos pasa la realidad circundante pero no planteada con un criterio mínimo de mera traslación mimética; en su pintura se manifiestan unos elementos que son tratados con asepsia de cirujano; medidos, pesados, posicionados desde el poder de la técnica, sometidos a leyes que van más allá del sobrio conocimiento de la función plástica. Por eso, su realismo es diferente; es auténticamente cierto; sin concesiones; lúcido y veraz.
En Almería podemos ver imposibles naturalezas muertas con una dimensión temporal manifiesta; retratos que magnifican la realidad representada; objetos extraídos de su estudio que, mediata o inmediatamente, se yuxtaponen a su figura que aparece exultante como imponentes autorretratos de contundente formulación plástica y estética. Posiciones que se superponen a la simple copia de lo real.
Creo que es muy necesaria esta muestra que hace justicia a la trascendencia de un pintor poderoso que consigue de la realidad un tratado de pintura donde la suprema figuración ejerce su máxima función artística. Muestra importante que pone en valor, en su más absoluto valor, el nombre de Eduardo Millán como sumo hacedor de la pintura de verdad.
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