En la 'trastienda' de los Domecq (I)

ANÉCDOTAS DEL JEREZ. La transición

Un banquero, Jaime Sánchez Briñas, abrió el carrusel de técnicos en la centenaria bodega. Protagonizó la conversión de Pedro Domecq y Compañía a sociedad anónima por acciones

En la 'trastienda' de los Domecq (I)
En la 'trastienda' de los Domecq (I)
Juan P. Simó

20 de enero 2014 - 12:11

El devenir de la historia del vino de Jerez es caprichoso y anda lleno de sobresaltos. En los aburridos años cincuenta, los años del pre-desarrollismo del alcalde don Álvaro, los toros, nuestra Lola y olé, aquellos grandes bodegueros abrieron las puertas a los técnicos al frente de la compañía familiar. El mundo se les complicaba y la conversión de la compañía a una sociedad anónima por acciones les sonaba a chino y había provocado más de un disgusto familiar. Ocurrió en todas las grandes sociedades, pero el carrusel de nombres propios y circunstancias que se registraron en la centenaria bodega de Pedro Domecq, la compañía de más rancio abolengo, nos lleva la mirada a aquel sobrio salón de juntas de la calle San Ildefonso.

En aquellos años, se sientan en el consejo de administración responsables de las cinco ramas familiares de la dinastía. Presidía el consejo Pedro Domecq Rivero, ‘el Viejo’, segundo marqués de la Casa Domecq, hombre muy dedicado al trabajo y con familia de gran tradición en el arte de Cuchares.

Entre el vino y el toro

Esta afición la compartía Juan Pedro Domecq y Díez, secretario del consejo, hombre de carácter extraño y profundamente religioso, hijo de Pedro Domecq Núñez de Villavicencio, que compró en 1930 al duque de Veragua su legendaria ganadería hasta convertirse en los artífices del moderno toro bravo. Pero Juan Pedro siempre dedicó más sus esfuerzos al trabajo en la bodega que a las labores del campo y la vacada, que retomarían con enorme acierto parte de los diez hijos que le dio Matilde de Solís-Beaumont, a los que habrá que seguir porque serán parte importante del accionariado familiar que forzarán en 1995 la venta de la compañía a su consejero Ramón Mora-Figueroa Domecq, hijo de José Ramón, que por entonces también tuvo una silla en el consejo.

Como los Soto, a los que conocían por ‘los santos’, la rama de los Domecq González estaba representada por José Ignacio, la prodigiosa y eterna nariz, que llegó a catar cerca de 45.000 copas en un solo año y que vivió una plácida senectud sin dejar de pisar un solo día la bodega. Decíamos que los Domecq González eran ‘los guapos’; y si los Rivero eran los ‘más franceses’, los De la Riva eran ‘los sibaritas’ y los Díez... ‘los listos’, casi todos muy inteligentes y más bien bajitos, como el propio Juan Pedro.

La verdad es que los años cincuenta habían marcado el inicio de una etapa feliz y próspera en el negocio del vino, donde se mantenía un antiguo sistema paterno-filial de arbitrar las relaciones laborales que el tiempo se encargará de borrar. Pedro, el ‘marqués Viejo’, fue un hombre bueno que murió sin descendencia pero que trabajó hasta que las fuerzas le pudieron. Cuando Pedro Domecq González, Perico, y Antonio Ariza Cañadilla iniciaban al otro lado del charco ‘la aventura mexicana’, el marqués respaldó su iniciativa y una legión de hombres muy capaces fueron incorporados a la Casa por su decisión y el apoyo del entonces apoderado Manuel Miriz y los Miró, padre e hijo, que tuvieron a su cargo la supervisión de todo el proceso de envejecimiento de los vinos.

Llega Sánchez Briñas

A toda esta riqueza y derroche había contribuido decisivamente el brandy, cuyas ventas crecieron y crecieron hasta lo inimaginable. El brandy era un producto menos noble que los vinos finos, pero contaba con un importante valor añadido. Por eso, en Jerez siempre hemos oído aquello de que “el vino para beberlo y el brandy para venderlo”.

En los inicios de los cincuenta, Juan Pedro Domecq toma una decisión que será trascendental en la compañía: Introduce en la bodega a un hombre muy ligado a la banca desde los 14 años; Jaime Sánchez Briñas Vázquez era oriundo de Guadix, donde había nacido en 1901 y había ejercido como director de las sedes de Banesto en Sevilla, Jerez yCanarias. Había casado con Salud de Leyva Montoto -a la que hemos perdido recientemente-, una joven de Lora del Río que tuvo con Jaime seis hijos: Jaime, Salud, Enrique, Manolo, Ana María y Mariano.

Cuando Jaime pisa la bodega con el cargo de gerente bajo el brazo se encuentra con una empresa falta de un rígido control y en la que los barones de las grandes ramas de la dinastía no logran ponerse de acuerdo. La frase de un empleado de aquella época describe con fina gracia ese ambiente a la perfección: “En Domecq trabajábamos unos mil y pico de trabajadores y de esos, sólo trabajábamos el pico”.

Jaime tenía mucho trabajo por delante. Puso fin a las diferencias familiares, racionalizó el trabajo en cada uno de los departamentos, potenció áreas sensibles y suprimió ayudas innecesarias hasta convertirse en el artífice del relanzamiento de la bodega más antigua del marco. Se cuenta que la confianza llegó al extremo de que Jaime adquirió las bodegas La Riva, que resultó un negocio redondo, sin el conocimiento del consejo. Nada hubiera sido posible sin el apoyo de Carlos Puerto Aragón y el amparo de Juan Pedro Domecq. Era tal la complicidad con este último, que cuando Jaime abandonó sus responsabilidades en la bodega a principios de los setenta, Juan Pedro fue apagándose como el cabo de una vela consumida.

El labio de Don Jaime

No puede negársele a este hombre laboriosidad. Cuidaba cada detalle. En varios meses, Jaime se recorrió toda España visitando, uno a uno, a todos los representantes de la bodega. Su imponente presencia imponía pero a la gente le admiraban sus grandes dotes de organización, su rigurosidad y la tranquilidad que imprimía a la hora de decidir. De aquí nació el tic que prevenía a cualquier decisión: pellizcarse el labio inferior. Y cuando don Jaime afilaba su labio entre sus dedos, ya se corría por lo bajini entre los departamentos que algo nuevo iba a ocurrir.

Luego había trabajadores que le adoraban. Acudían a don Jaime para que apaciguara cualquier conflicto. Y la familia Flores, por poner un ejemplo, siempre le estará agradecida. En la Nochebuena de 1957, cuando Pepe Domecq de la Riva, Pepe ‘el rápido’ como le llamaban por su amor a la velocidad, volvía de Sevilla, un camión de pescado se les echó encima del Rover descapotable que conducía su chófer particular, Manuel Flores Chica. En el accidente encontraron la muerte el ‘gordo Chica’ y el sargento Quirós, que acompañaba a la expedición. El suceso transcendió hasta la bodega, y enterado don Jaime, tocó sus contactos y dispuso de inmediato el traslado del cuerpo de Chica a Jerez evitando las molestas y antipáticas burocracias.

Pepe y Perico de la Riva, los Domecq ‘pantera’, a los que así llamaban por sus ojos verdes felinos y su agilidad y destreza en la práctica de los deportes, también tenían asiento en el máximo órgano rector de la Casa. De Pepe he hablado en infinidad de ocasiones y su vida de guión cinematográfico es suficientemente conocida y no deja extraño a nadie, por lo que no volveré a repetirme. Pero junto a él se sentaba un personaje que, con el tiempo, sentaría el futuro de la veterana compañía. José Ramón Mora-Figueroa de Allimes había casado con una hermana de don Álvaro Domecq, Carmen. Malas lenguas hablaron entonces de una relación que nunca convenció a la familia y sobre Carmen cayó una capa de proteccionismo.

José Ramón era propietario de la finca Las Lomas, modelo de explotación para toda Europa, donde Franco acudía a matar perdices y en la que José Ramón se volcó, dando pruebas de unas dotes y cualidades especiales para el campo. Pero había sido objeto de un trato no excesivamente cortés por parte de los históricos de la bodega, por lo que de alguna forma iba a demostrar por dónde iba la dinámica del mundo empresarial moderno.

El 'cura bicicleta'

En una labor de hormiga, Mora-Figueroa comenzó a acumular acciones de la bodega procedentes de los miembros de la familia que, por dificultades económicas o por falta de fe en el futuro de la empresa, decidieron vender. Entonces, los Domecq se habían multiplicado a una velocidad mayor que los beneficios de la empresa, por lo que José Ramón pescaba en río revuelto. Sin embargo, el tiempo jugó en su contra y el paso de los años no perdona. Su edad y salud le aconsejaron abandonar la batalla por la modernización de la empresa. En el horizonte, la figura de su hijo Ramón esperaba su oportunidad.

Mientras esto ocurría, el caritativo don Jaime, seguidor de las doctrinas de Josemaría Escrivá de Balaguer, pasaba por sus últimos años en la bodega. Despachaba cada tarde en su casa de la plaza de La Asunción con el cura Luis Bellido, ‘el Bellido barato’ y no el Bellido Caro como siempre decía, y sus ayudas a las insistentes obras que el ‘cura bicicleta’ precisaba en el templo fueron más que generosas. Al tiempo, Jaime continuó trabajando en otros negocios, ya fuera de la bodega, cuando le llegó el relevo en la dirección. El 15 de diciembre de 1986, cuando aún le pesaban las obligaciones, Jaime dejó de existir.

Medalla al Mérito del Trabajo, Jerezanísimo e Hijo Adoptivo de Jerez durante el mandato del alcalde Jesús Mantaras, entre otros reconocimientos, este granadino que puso el nombre de la Casa en lo más alto abrió paso al carrusel de nuevos técnicos en la bodega. El primero de estos fue un economista y abogado de relumbrón: Se llamaba Luis Vañó. Pero eso ya forma parte de otro episodio.

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