Nos vemos en la Torre
Una mirada al pasado y un deseo para el futuro La Torre del Agua sigue siendo la 'protagonista' de La Plata, un barrio que necesitó este edificio para abrir el grifo
Le quedaban pocos minutos. El tiempo justo para terminar con los últimos detalles. Aún con los zapatos esperando a los pies de la cama, corría de una esquina a otra de la habitación colocándose, como Dios manda, la camisa por dentro de la falda. Frente al espejo se ahuecó el pelo con las manos, aprovechó con esmero las últimas gotas de su perfume y se calzó los azules, esos que sólo se ponía los fines de semana. Ya está. Él, mientras, ya la esperaba en la Torre del Agua...
Esbelta, aunque con un curioso efecto óptico que da la impresión de estar algo inclinada, la Torre del Agua sigue siendo el emblema de una de las primeras barriadas de Jerez. En 1940, aún con el escalofrío en el cuerpo por la Guerra Civil, aumentó la necesidad de levantar viviendas dignas para una población herida y pobre. Cuenta el historiador Antonio Mariscal, que nada se había hecho desde principio de siglo a pesar de que la población creció más de un treinta por ciento. Así que sobre la mesa se puso un ambicioso plan. Un nuevo barrio de 881 viviendas que estaría a cargo de un joven arquitecto municipal, Fernando de la Cuadra. Pero ¿qué lugar? En el mapa se distinguían unos terrenos al final de Lealas, muy cerca del casco urbano. Nació La Plata.
Se procedió a la expropiación de los terrenos. Dichas tierras, relata Mariscal, formaban parte de una finca de 55.664 metros cuadrados de la propiedad conocida como 'Las Campanillas'. El resto, se completó con parte de la finca 'La Atalaya', así como otras suertes de tierras pertenecientes a la duquesa de Almodóvar, Josefa Ysasi y Gertrudis Galisteo. En total, 94.718 metros cuadrados por los que se pagaron 809.050 pesetas.
El proyecto, ejecutado con la escasez de medios y materiales propios de la posguerra, comenzó a tener cara y nombre. Las caras y los nombres de 3.500 jerezanos que dejaron de ocupar viejas casas del casco histórico para empezar una nueva vida en la reciente urbanización. Rectas calles, coquetas plazas y ajardinados patios en los bajos tomaron cuerpo recordando, o al menos esa fue la intención de De la Cuadra, a los cuidados patios de vecinos. Esos mismos que hoy luchan contra el abandono y el paso del tiempo.
Estaban cerca del centro. Pero no era el centro. Así que se dotó a la nueva zona de un colegio (Isabel la Católica), un mercado de abastos, una iglesia (Santa Ana), locales comerciales, tiendas y bares. Pero había un problema. Las viviendas se levantaron por encima de los depósitos de Tempul, desde donde se suministraba el agua a la ciudad. Había que buscar una solución y se plantearon dos alternativas. La primera, dotar a cada uno de los bloques de un depósito y un motor. O bien, construir un gran depósito general con un solo y potente motor que diera servicio a toda la barriada. Se optó por la segunda. Y nació la Torre del Agua.
Era la opción más económica y la que además, daba un valor añadido al barrio. Los historiadores hablan de "personalidad propia", los vecinos, hablan de ella como una más de la familia.
Pocos años después desde que se pusiera la primera piedra, llegó, y aún está, Miguel Benítez. Un día como hoy me lo encontré en la asociación de mayores de La Plata. Sentado en una mesa con cuatro sillas, jugaba solo al dominó, ese juego de estrategia que algunos creen que todo es suerte, pero que debe tirar de una ágil memoria para alzarse con el primer puesto. Echaba el rato a pocos metros de la Torre. "Mi vida está entorno a ella", reconoce Miguel ya fuera de la asociación y con su 'compañera' a su espalda.
Miguel recuerda que cuando llegó a La Plata con su mujer los motores de la Torre ya 'rugían'. Llegaba el agua de Tempul, las máquinas la 'escupía' hacia el depósito, y de ahí, con la fuerza de la caída, surtía a las viviendas. Se pagaba por aquel entonces un alquiler trimestral, unas mil pesetas por el piso y por el suministro.
Con un desparpajo que te invita a sonreír, Miguel reconoce que cualquier lugar era bueno para quedar con la novieta, "pero el mejor era la Torre. Con esta indicación nadie se perdía. Todos preguntábamos, ¿dónde me vas a esperar? Y todas decían, en la Torre. Y ya está".
Cuando Miguel se puso a trabajar pasaba las horas en un negocio que daba esquina en la plaza, la misma en la que jugaban los pequeños del colegio, y desde la que se veía sin problemas la Torre. Al principio, el local era una carbonería, pero Miguel lo cogió y también se puso a vender gomas, lápices y demás material escolar. "He vivido ahí (señala un bloque cuyas vistas da a la Torre), he trabajo aquí (señala el local antes mencionado) y ahora mi mujé y yo estamos ahí al lado (y señala un bajo en la otra acera). Tengo una casita muy apañá y con las mejores vistas del mundo", declara Miguel. Con 'su' Torre a pocos metros, este jerezano lamenta que "ahora se ha quedado como una cosa antigua. Pero vamos, que he leído que lo van a coger y restaurar, lo van a poner bonito. Hombre, mira hija, eso no come pan..., un pintaito y dura. Vamos que si dura".
Miguel lo ve desde fuera y Carmen Oliva lo vive desde dentro. Es la presidenta de la Agrupación Fotográfica San Dionisio, colectivo que revela su trabajo en una plata de la Torre y abre sus puertas a artistas que muestran el mundo con sus instantáneas.
El Ayuntamiento rehabilitó el interior del edificio cuando se cedió parte a la Agrupación. Uno de los socios dirigió el proyecto y desde entonces han visto un impresionante deterioro exterior de la construcción. "Un día llegamos y vimos los cascotes en el suelo. Fue un susto grande porque nos podía haber cogido a cualquiera. Además que no eran pequeños, eran trozos de cornisas grandes", denuncia Carmen.
Para esta jerezana la Torre tiene algo especial que cuesta explicar con palabras. Será por eso por lo que desde que es presidenta regala a todo artista que expone en la sala una Torre del Agua en miniatura hecha a mano. "A mí me ha llegado muy hondo. Es preciosa. Como edificio es una maravilla, nada más hay que verlo. Cada detalle te llega", cuenta Carmen. Por eso le duele tanto verla desmoronarse poco a poco, porque si fuera por ella, o mejor dicho, por la Agrupación, "ya estaría arreglada. Pero es mucho dinero como para asumirlo".
Era cuestión de tiempo que el Ayuntamiento se diera cuenta que no podía taparse más los ojos ante esta situación. Por eso, a finales de enero confirmaron que comenzarían las obras de mejora en un edificio que, como desde el mismo Consistorio reconocieron, "presenta desde hace bastante tiempo ciertas deficiencias en su fachada, por lo que no reunía las condiciones mínimas necesarias en materia de seguridad".
El proyecto presentado por el gobierno local se centra en identificar los trozos de cornisa que estén sueltos o deteriorados para sustituirlo por nuevos, mejorar la impermeabilización de la cubierta y de los balcones, y por último, está previsto pintar la fachada, así como sus rejas y barandillas. Ahí está el proyecto. Por ahora sólo en papel. Porque si bien empezaron los trabajos con fuerza, a los días se paralizaron a la espera de más material.
Mientras, la Torre cercada por una malla metálica sobrevive, echándole cara a los vaivenes políticos y económicos que la dejan para el final de las prioridades. Sin embargo, para el barrio "sigue siendo parte de nosotros, y de todos los que vengan por detrás".
Por cierto, aquella joven de los zapatos azules, sí, esos de los fines de semanas, se pellizcó las mejillas y salió de casa. Apresuró el paso y llegó a la Torre.
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