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Hay palabras que queman. Confesaré que no la había escrito hasta ahora porque estaba enfadada. En particular, con Puigdemont. No lo había pensado hasta hace unos días; justo cuando Pedro Sánchez llegó a Granada para la Cumbre Europea e hizo malabares ante los periodistas para ni siquiera mencionarla. Primero me indigné y lo critiqué (los juegos calculados del presidente) pero luego me inquieté: se supone que los columnistas debemos tener una opinión (formada y sólida) de todo y yo llevo semanas esquivando el tema.
Ser generoso no es fácil y menos con un personaje tan fácil de odiar como el ex president catalán. Porque en la vida, como en las películas, también hay categorías de malos: con y sin clase; con y sin dignidad. Y Puigdemont, para mí, es de los segundos: malo a secas. Lidera la rebelión del 1 de octubre y luego se fuga. Unos van a la cárcel y él se inventa una prisión de oro en Waterloo. No hay resquicio de perdón.
A comienzos de septiembre ya me hizo cortocircuito la imagen de Yolanda Díaz con el líder de Junts. Más que la foto el relato. Luego he leído (mucho) y escuchado. A implicados (con intereses más o menos legítimos) y a expertos de los dos bandos. Eso es lo curioso. Que apelando a la Constitución y a la legislación europea podamos defender, encajar, una cosa y la contraria.
Omnium Cultural cifra en 1.432 personas las que podrían beneficiarse de la medida (113 condenados, 17 pendientes de sentencia, 387 con causas penales abiertas, 880 con sanciones administrativas y 35 casos en el Tribunal de Cuentas) y eleva a centenares los procesos judiciales abiertos en Cataluña. A partir de estos números, a partir de esta realidad, no del caso Puigdemont, la sensatez nos diría que hay que hacer algo.
Pero cómo apelar a la razón cuando está secuestrada por la emoción. Cuando lo que más nos moviliza es el miedo o el odio. Cuando vivimos tiempos de tribalismo fundamentalista donde todos estamos dispuestos a imponer nuestras certezas morales. La “sociedad de la intolerancia”, el absolutismo moralizante, con que nos provoca el catedrático Fernando Vallespín en su último libro.
Como sigo negándome a asumir que votamos “bien” o “mal” según guste el resultado, voy a hacer un esfuerzo por salir de mi cueva: hablemos de amnistía. Pero no para rehabilitar a Puigdemont ni como precio, sin contrapartida, por los siete votos de Junts. Y, si hay que ir a votar el 14 de enero, pues se va.
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