Juan Rodríguez Garat | Almirante retirado

Civilización, barbarie e intereses estratégicos

El autor analiza el argumento utilizado por Netanyahu para criticar la petición de Macron de que se deje de suministrar armas a Israel

El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu.
El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu. / ABIR SULTAN (Efe)

13 de octubre 2024 - 07:00

CIRCULA estos días por las redes sociales un vídeo que hace pública la dura respuesta del primer ministro Netanyahu a unas declaraciones de Macron, en las que el presidente francés pedía que se dejaran de suministrar armas a Israel para la guerra de Gaza.

Cada español tendrá su propia opinión –seguramente condicionada por su posicionamiento en el espectro político– sobre si procede o no un embargo de armas a Israel. Lejos de tratar de justificar la mía, me gustaría centrarme en el principal argumento empleado por Netanyahu. Para el controvertido primer ministro, la lucha entre Israel y los proxies de Irán en Oriente Próximo es un enfrentamiento entre la civilización y la barbarie. Por eso, considera que es una vergüenza –esas fueron sus palabras– que todos los países civilizados del mundo no apoyen su causa.

Desde la perspectiva militar, que nunca es la más importante, Netanyahu podría tener algo de razón. En Gaza y en el Líbano se enfrentan las armas de la civilización, con su mejor baza en la tecnología y su mayor desafío en la contención que exige el Derecho Internacional Humanitario; y la barbarie, demostrada cada día por los proxies de los ayatolás con el más absoluto desprecio a la vida de los civiles, ya sean israelíes o palestinos. A nadie se le oculta que muchos de estos últimos, reducidos al papel de meros escudos humanos, sufren el “martirio” por obligación, más que por compartir el radicalismo de Hamas.

Sin embargo, desde la perspectiva política, las cosas ya no están tan claras. Las naciones que presumen de más civilizadas no siempre tienen la razón. La invasión de Abisinia por las tropas de Mussolini también podría caracterizarse como una lucha entre la civilización y la barbarie; y pocos discuten, incluso en la propia Italia, que los británicos actuaron correctamente –al contrario de lo que ocurrió en la descolonización de Palestina– cuando devolvieron el trono a Haile Selassie durante la Segunda Guerra Mundial.

La verdadera civilización no se demuestra con el dominio de la tecnología, sino con el respeto a la ley y a los derechos humanos. Si de verdad quisiera encabezar una hipotética cruzada de la civilización contra la barbarie, Israel debería apostar por la causa de la legalidad internacional y cumplir la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, tomada por unanimidad de todos los miembros, que le exige que se retire de todos los territorios ocupados durante la Guerra de los Seis Días. No es la causa de la civilización, sino el propio interés el que lleva a Israel a proclamar la capitalidad de Jerusalén, alegando derechos históricos o religiosos que solo pueden sostenerse con la ley del más fuerte.

Por otra parte, si de verdad Netanyahu pretende liderar una cruzada civilizadora, no puede despreciar la voluntad de los pueblos cuyo apoyo parece exigir. Cuando sus aliados occidentales le piden contención –algo que ha ocurrido muy a menudo– el primer ministro israelí suele contestar diciendo que su país es soberano y toma sus propias decisiones. Si luego, sin consultar a nadie, se mete en un avispero innecesario –la muerte de Haniya, el líder de Hamas, precisamente cuando se encontraba de visita en Teherán, no ha sido en absoluto oportuna; y aún lo ha sido menos el reciente ataque a tropas de la Finul– no debería pedir que los países a los que no ha escuchado le saquen las castañas del fuego.

Al final del día, lo que Israel persigue –como todos los países del mundo– no es el progreso de la humanidad, sino sus propios intereses estratégicos, que difieren de los occidentales en escenarios tan importantes como el de Ucrania. Allí se libra una guerra que, desde otra perspectiva –en este caso política, no militar– también enfrenta a la civilización con la barbarie. No ha movido un dedo el primer ministro israelí para poner al servicio de la invadida Ucrania su asombrosa tecnología militar, y nadie puede reprocharle a Netanyahu su independencia de criterio. Sin embargo, no es él quien puede darnos lecciones a los demás envolviéndose en la bandera de la civilización.

Dicho esto, los países de la UE también deben actuar, en esta guerra como en la de Ucrania, en defensa de sus intereses estratégicos. Y, aunque solo se note cuando nos falta, el más importante de ellos es la seguridad. No nos conviene una Rusia vencedora en nuestras fronteras orientales ni tampoco un Irán convertido en la primera potencia de Oriente Próximo. El régimen de los ayatolás no tiene más razón de ser que la exportación de la revolución islámica. Si no existiera Israel, tendría que buscarse otro enemigo para dar cohesión a una sociedad que, como todas, demanda libertades y progreso económico… pero tiene que conformarse con una ración diaria de odio. De la mano de Irán, lo ocurrido en Yemen tras la guerra civil podría repetirse en cualquiera de los países de la ribera sur del Mediterráneo, y nadie querría ver a un grupo radical como los hutíes amenazando el sur de Europa con armas iraníes. 

Es cierto, pues, que a todos nos conviene la seguridad de Israel, que, con sus defectos, es la única verdadera democracia en la región. De hecho, el pasado mes de abril, Francia contribuyó a esa seguridad con la intervención de sus aviones de combate sobre el cielo jordano para ayudar a repeler el ataque iraní. También sus buques participan en la defensa del tráfico marítimo en el mar Rojo. No puede acusarse a Macron de mirar para otro lado. Sin embargo, defiende sus intereses, los de Europa y los de la civilización cuando presiona para que la paz llegue a Oriente Próximo –un Oriente muy próximo para nosotros– por la única vía realmente civilizada, que pasa por el cumplimiento, por unos y por otros, de las resoluciones del hoy tan desprestigiado Consejo de Seguridad de la ONU.

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