Juan Rodríguez Garat

Siguen sonando los tambores de guerra

El autor considera que los conflictos de Ucrania y Gaza siguen sin un final en el horizonte pero descarta que haya riesgo de una escalada regional o global

Columnas de humo por un ataque aéreo israellí en Khan Younis, al sur de la franja de Gaza. / HAITHAM IMAD · EPA · EFE

15 de septiembre 2024 - 06:00

Duele reconocerlo, pero algo funciona mal en la humanidad cuando, en pleno siglo XXI, los cuatro jinetes del apocalipsis siguen cabalgando entre nosotros. La guerra continúa en Ucrania y en Gaza, además de otros muchos lugares menos conocidos donde, por tratarse de conflictos civiles, los riesgos estratégicos no son tan grandes para los ciudadanos españoles. La situación es difícil, claro, pero si tenemos en cuenta los pronósticos de los agoreros –que exageran el peligro de que en cualquiera de esos escenarios se produzca una escalada que extienda el conflicto a toda una región o al planeta entero– mejor que sigan las cosas como están.

Vaya por delante que no creo que exista un riesgo real de que se desencadene la tercera guerra mundial. Y tampoco lo creen muchos de los que dicen que sí, pero contradicen sus lúgubres profecías haciendo vida normal en Moscú, Nueva York, Londres o, en menor medida, también en Madrid. Si algunos de nuestros compatriotas de verdad sintieran el peligro que denuncian, hace tiempo que se habrían mudado con sus familias a la España vacía, donde no existen blancos que justifiquen el uso de una ojiva nuclear.

Así pues, por mucho que haya a quien convenga atemorizarnos –no está solo el presidente Putin, con su retahíla de amenazas nucleares, a veces veladas y otras no tanto– no estamos en peligro. Quién quiere, no puede; y quién puede, no quiere. Rusia, China, Irán e Israel tienen las capacidades necesarias para elevar las apuestas, llevando la guerra a todo el Oriente Medio y al mundo entero… pero no lo harán. Y no lo digo porque espere nada bueno de sus líderes, sino porque el mecanismo de las disuasión funciona a nuestro favor. Ninguno se beneficiaría de llevar la situación más lejos de lo que ya está. Convencidos de ello, Putin y Jamenei, pero también Netanyahu y, en menor medida, Xi Jinping, se complacen en bailar al borde del abismo para fortalecer su liderazgo; pero lo hacen con el mayor cuidado para no perder pie.

Con todo, el que la humanidad no esté en peligro –al menos por ahora– es un pobre consuelo para quienes mueren en Ucrania o en Gaza. ¿Cuándo terminarán estas guerras estériles? Seamos pragmáticos: cuando convenga a los dos bandos... y, por supuesto, también a quienes están detrás de la barrera, observando con satisfacción o disgusto lo que ocurre en ambos escenarios.

La guerra de Ucrania como mal menor

Para Rusia, la guerra de conquista que su Ejército libra en Ucrania recuerda cada vez más a una aventura colonial. Planteada como un golpe a la checoslovaca para devolver a Kiev a la órbita de Moscú, lo que ha hecho es justo lo contrario. A estas alturas, ya no hay nada en juego más que un territorio devastado por la guerra y el honor de la Federación; y eso —recuerde el lector lo que ocurría en nuestra guerra de Cuba, a pesar de las obvias diferencias— quizá seduzca a las élites y a la burguesía rusa, jaleadas por la prensa estatal… pero no al pueblo, que es el que debe combatir y mayoritariamente no desea hacerlo. 

Sin embargo, lo que para Rusia es solo una contienda que lastra su futuro político y económico, para Putin es una guerra de supervivencia. Por eso, si Ucrania no cede –y ellos sí que se juegan su futuro– el conflicto durará hasta la lejana caída del dictador o su improbable derrota. 

¿Y qué dice el mundo de todo esto? A China le favorece la guerra, porque le abarata la energía, desgasta el liderazgo de los EEUU y debilita a su gran rival regional. Presumía Putin en público hace solo unos días de que sus nietos habían aprendido chino. Quizá el ufano dictador no se haya dado cuenta de que hace solo dos décadas habría sido al revés.

La perspectiva de Occidente es más compleja. El debilitamiento de Rusia nos favorece estratégicamente pero, en el mundo de mercaderes en el que vivimos, no nos compensa de las dificultades que la guerra ha creado a nuestras economías. Nos gustaría que la guerra terminara, pero no con la victoria de Putin, que supondría retrotraer a la humanidad hasta la primera mitad del siglo XX, sino… ¿con qué? Tampoco con una derrota humillante que haga tambalearse a una Federación de repúblicas diversas, muchas de ellas con no demasiadas cosas en común, y una enorme tarta de armas nucleares por repartirse.

Si sumamos todos estos intereses, es fácil concluir que, con la excepción de Ucrania, impotente para hacerse respetar, a nadie parece beneficiarle ninguno de los posibles finales de la guerra. No puede, pues, sorprendernos que China apoye a Rusia justo lo necesario para que no la pierda, y Occidente a Ucrania lo imprescindible para que no la gane. O al revés, si el lector lo prefiere.

La eterna guerra de Gaza

La misma desesperanza debería inspirarnos la guerra de Gaza. ¿Cómo puede terminar eso? Una victoria de Hamás sería inaceptable para la humanidad, porque justificaría el terrorismo como instrumento de los pueblos para alcanzar cualesquiera que sean sus fines. Una victoria de Israel –entendiendo por victoria el cumplimiento de los objetivos estratégicos de Netanyahu– sería probablemente inútil. Si la tercera guerra de Gaza terminara como desea el líder israelí, sería solo el preludio de la cuarta.

Quizá el único final aceptable para esta guerra cruel sea que se apague poco a poco, como ocurrió en su día con la segunda intifada. Que con el tiempo disminuyan las acciones militares de unos y de otros –incluyendo desde luego las de Hezbolá– hasta que llegue un momento en el que, sin declaraciones altisonantes, el Ejército israelí abandone la Franja y lo que quede de Hamás se resigne a reconocer que el camino del odio no traerá más que sufrimiento, desde luego para los ciudadanos de Israel, pero mucho más para su propio pueblo.

La seguridad en un mundo incierto

Ni una ni otra guerra terminarán mañana. Antes de que se apaguen estos fuegos, es probable que suba la temperatura en otros lugares de la tierra, entre los cuales el candidato más preocupante a medio plazo parece encontrarse en el mar de China Meridional y la isla de Taiwán. Cierto que todos esos lugares nos quedan muy lejos pero, no nos engañemos, mientras sigan cabalgando entre nosotros los jinetes del apocalipsis, lo que de verdad separa a los españoles de las pezuñas del caballo de la guerra no es la distancia, sino la solidez de la estructura de seguridad construida con nuestras alianzas. Y esa solidez depende en parte de nuestra lealtad a la hora de compartir las cargas de la seguridad de todos.

Es hora, pues, de que los españoles, cualesquiera que sean nuestras ideas políticas, abramos los ojos a la realidad de un mundo en el que no es la bondad la que nos mantiene seguros, sino la fuerza. Un mundo en el que nuestra mejor contribución a la causa de la paz no está en renunciar a ser fuertes –pasando a formar parte del grupo de los que no importa lo que quieran, porque no pueden– sino en exigir a nuestros líderes que, al menos en la esfera internacional, actúen juiciosamente. Que para eso los elegimos… algo que, por desgracia, los rusos, los chinos o los venezolanos no pueden hacer.

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