El triunfo de Putin
El triunfo de Putin
l El autor sostiene que el dilema que el presidente ruso querría que nos planteáramos, si vale más nuestra vida o nuestra libertad, es falso
SI nos atrevemos a mirar más allá de la colorida capa de pretextos que tapa sus miserias, todas las guerras que ha librado la humanidad a lo largo de la historia son la misma guerra. Detrás de los conflictos ideológicos o políticos, históricos o religiosos, invariablemente se esconde un emperador que sueña con celebrar un triunfo en las calles de Roma.
Cuando era un joven guardiamarina –nadie nace almirante retirado– tuve el honor de llevar la bandera de la Escuela Naval en un desfile en Madrid. La sensación de caminar bajo los aplausos de miles de mis compatriotas jamás se me ha olvidado. No se me ocultaba que no se me aplaudía a mí, sino a España, a su bandera y a sus Fuerzas Armadas. Sin embargo, ese recuerdo me ayuda a comprender por qué a los emperadores romanos que volvían victoriosos de lejanas campañas los acompañaba un esclavo recordándoles –memento mori– que no eran dioses, sino simples mortales.
Desde que Julio César justificó la invasión de la Galia como una guerra preventiva, todos los aspirantes a revivir la embriagadora experiencia del triunfo romano –quizá la más sensual de las muchas manifestaciones de ese poder con mayúsculas por el que algunos seres humanos venderían su alma– han buscado en la historia o en la geografía, en las creencias o en las necesidades de sus pueblos, los pretextos necesarios para disimular que lo que les mueve es su ambición.
En la difícil tarea de justificar sus campañas bélicas, algunos emperadores han demostrado más talento y otros, a falta de imaginación, se han aplicado más. Putin –basta ver la larga lista de pretextos con la que justifica la invasión de Ucrania– se encuentra entre estos últimos. Pero, si la imaginación no es su fuerte, sí pasará a la historia por la desfachatez con la que niega estar en guerra con el país invadido. No soy capaz de recordar ningún otro caso parecido en la larga historia militar de nuestra especie. Y no es caprichosa la ficción de la operación especial. En el relato del aspirante a emperador, que por desgracia compra un porcentaje menor pero significativo de españoles, Rusia no está en guerra. Por eso, todo lo que hace Ucrania para defenderse es una provocación o, por emplear los términos de Xi Jinping, su cómplice en la arena política, una escalada.
En el relato que cuenta el aspirante a emperador, Rusia no está en guerra"
A pesar de que le precede un largo debate, no he visto jamás publicadas las razones objetivas por las que a Ucrania no le asiste el derecho de atacar, con las armas de largo alcance que fabrique o pueda conseguir de sus países amigos, los lugares desde los que Rusia –con los misiles que fabrica o puede conseguir de sus propios amigos– bombardea las ciudades ucranianas. Tal asimetría solo se explica por el miedo al arsenal nuclear del Kremlin. Para reforzar la intimidación, hace solo unos días que el presidente ruso ha lanzado sobre la ciudad ucraniana de Dnipro un misil aparentemente novedoso –a quienes siguen el conflicto todo esto les sonará repetido– al que dio el nombre de Oreshnik. Pero no nos engañemos: el verdadero blanco del proyectil no estaba en Ucrania, sino en Occidente. Y, en su cabeza, el misil no llevaba misteriosos explosivos capaces de destruir el mundo en un santiamén, sino miedo. Miedo, eso sí, de largo alcance, suficiente para esparcirlo por todas nuestras calles.
Por desgracia, muchos medios occidentales publican sin apenas cuestionarlas las bravatas del dictador del Kremlin. Quienes no hemos tenido nunca un ordenador, una tablet, un móvil o una televisión rusa –es decir, la práctica totalidad de los españoles– nos vemos sometidos a artículos –en algunos casos firmados por antiguos militares que, por interés o afán de notoriedad, han abrazado la causa del Kremlin– que hablan de las maravillas de la tecnología rusa. Putin asegura que sus nuevos misiles son mejores que los nuestros y que puede fabricarlos más deprisa y mucho más baratos –el PIB es el que es– a pesar de las sanciones que dificultan el libre acceso de su industria a los mercados tecnológicos. Los voceros del Kremlin en España, ávidos de propagar ese miedo que conviene a Putin, le creen. O quizás –ellos tampoco teclean sus trabajos en ordenadores rusos– solo fingen creerle.
Como la verdad parece haber perdido casi todo su valor –ya ve el lector lo que ocurre en España–, los límites del despropósito se amplían estos días hasta cuestionar las leyes de la física. Después de habernos amenazado con sus armas nucleares si Occidente autorizaba a Ucrania a emplear sus misiles de acuerdo con las leyes de la guerra –ninguna prohíbe devolver el fuego– ahora, para aparentar que no se ha echado atrás una vez más, nos asegura que sus misiles Oreshnik pueden replicar los efectos de una explosión nuclear solo con la tremenda fuerza de su impacto. ¡Qué sabrían Einstein u Oppenheimer de todo eso!
Los límites del despropósito se amplían hasta cuestionar las leyes de la física"
Por si algún lector estuviera interesado en los detalles, los misiles balísticos –de ahí su nombre– funcionan como las balas de un cañón. Para llegar más lejos, necesitan ser más pesados, más rápidos y volar más alto. Un misil de 5.000 kilómetros de alcance, como el Oreshnik –que no es un misil nuevo, sino un nuevo nombre que los rusos dan a un desarrollo del anterior modelo, al contrario que los norteamericanos, que suelen mantener el nombre de los sistemas identificando las nuevas versiones con letras o números adicionales– vuela por fuera de la atmósfera a más de 10 veces la velocidad del sonido. Es rápido, pero su velocidad impresiona mucho menos cuando se conoce que los misiles intercontinentales de hace medio siglo ya superaban el doble de esa velocidad. Al entrar en la atmósfera, como ocurre con los meteoritos –que vuelan bastante más rápido que ellos y a veces son mucho más pesados– pierden buena parte de esa velocidad y pueden ser interceptados por los sistemas de defensa más avanzados aunque, por obvias razones cinemáticas, solo a distancias muy cortas.
No tenga, pues, miedo el lector, si alguna vez lo tuvo. Dnipro sigue en pie y el Oreshnik es más de lo mismo. El miedo solo favorece a los matones. Ucrania necesita nuestro apoyo porque un aspirante a emperador bombardea todos los días sus ciudades, ocupa su territorio y encarcela o expulsa de sus hogares a quienes no se someten al culto a su personalidad. Incluso si no nos importase el sufrimiento de ese pueblo lejano, el imperialismo recuperado por Putin de las épocas más negras de la humanidad es una amenaza permanente para la seguridad de nuestros aliados en el este de Europa. Incluso si no nos importasen nuestros aliados, el dictador se arroga el inexistente derecho de coartar nuestra libertad de decidir si podemos o no admitir a quien queramos en la Unión Europea. Incluso si preferimos renunciar a nuestro derecho a construir un mundo mejor y olvidarnos de lo que ocurre a nuestro alrededor, lo tenemos ahora más difícil porque la invasión de Ucrania ha derribado todos los pilares que nos hacían sentirnos seguros en las fronteras que, hasta hace poco, garantizaba la Carta de la ONU. Una Carta convertida en papel mojado por el capricho del emperador.
Es verdad que, desde el 24 de febrero de 2022, hay quien, de forma soterrada, insiste en preguntarnos si vale más nuestra vida o nuestra libertad. Ésa es la cuestión que Putin querría que nos planteáramos. Pero el dilema es falso. El mito de los misiles Oreshnik se desvanecerá como ya lo hizo el del Khinzal, y no habrá una guerra nuclear porque Putin sabe que no se puede ganar. Como suicida, el dictador es tan poco creíble como un terrorista que lleve un rolex de oro y la foto de sus hijos en la cartera. Putin no hará estallar al mundo, y no porque ame a su pueblo –no le está ahorrando ningún sacrificio en esta estéril guerra de agresión– sino porque ¿quién le aclamaría cuando llegue el momento de celebrar su ambicionado triunfo?
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